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Las Hipnopómpicas

Territorio Poppins

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The Beatles

Para La Villa

 

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Para Efecto goma

 

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Para El sonido de la carcoma

 

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Para El Prisionero

 

Capítulo en el libro «Territorio Pop-Pins» (Limbo Errante)

 

 

 

 

 

Para 2 de julio de 1970

 

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Otra esquina

 

Chaflán entre Felip II y Costa i Cuxar, Barna

 

Esta esquina – Felip II- (por seguir recuperando escenarios y tramoyas de Pop-pins) es otra de los lugares importantes en la historia que se cuenta. Detrás de la ventana que se observa en esta captura de imagen desde Google Street se encuentra el escenario de uno de los capítulos de Pop-pins. Es un escenario real, y el episodio que se narra en el capítulo El sonido de la carcoma es de los pocos que en Pop-pins responden igualmente a un hecho acaecido como experiencia percibida por mi misma dentro de lo que entendemos como realidad (y eso que Pop-pins cada vez tiene que ver más con alguien que siempre he autoreconocido). Un pedazo de El sonido de la carcoma:

 

 

Aquella noche la recuerdo muy bien. Una de las que mejor recuerdo de entre todas las que tengo vivamente presentes de mi vida. Dormías como una muerta en la cama de al lado y me costó mucho empeño despertarte con mis gritos y sollozos. El sonido de la carcoma instalada en la cómoda de mi habitación me había arrancado de mi frágil sueño y me tenía paralizada entre el miedo y la angustia; sólo podía llorar y gritar. No tenía ni idea de lo que era aquel ruido atroz, incansable, inmenso en la noche. Junto a la ventana de mi habitación infantil, en la fachada del edificio, colgaba una farola, que alumbraba siempre el interior del cuarto. Eso no me tranquilizaba. Todo lo contrario. Mi imaginación ha sido siempre altamente irracional. Y la carcoma invisible parecía acelerarse y amplificarse a la vez que mis propios latidos. Mi aullido infantil llamándote, -llamando a una desconocida, al fin y al cabo- apenas consiguió de ti una respuesta adormilada, que aún me acongojó más. ¿Qué es eso que se oye?, grité ahogada por la histeria. No oigo nada, me dijiste. ¡Eso, cra, cra, cra…!, insistí. ¡Ah!, será el escarabajo del reloj de la muerte, bostezaste, y te diste la vuelta y desapareciste. Deberías cuidarme algo mejor, Albertina. I want to hold your hand, sollozé. Los hipnopómpicos somos capaces de expresarnos en casi cualquier idioma en un momento dado, aunque no poseamos conocimientos conscientes de tales idiomas. Pero ya no me oías. The beatle death clock, me repetí entonces. De los otros Beatles  nadie hablaba en mi país en 1964, aunque estuvieran a punto de ser los seres más conocidos del planeta. En España sólo se barruntaba a todas horas la carcoma. La que infectaba los estupendos muebles nuevos sesenteros de mi habitación con sus viejas larvas eternamente raquíticas, mediocres y siempre resurrectas, vorazmente castradoras. Hoy es veinticinco de julio de 2010 y estoy a kilómetros de distancia de donde querría estar. Aunque es aquí donde debo estar. Cosas de la hipnopompia. Me empeño en estar bien: Sargent Pepper¨s a través de los auriculares del ordenador me asegura, mientras escribo, una buena dosis de felicidad flotando sobre el interminable ruido de las calles de Londres, sobre los laberínticos túneles subterráneos atestados de extraños escarabajos velocísimos, que nunca cesa. Albertina, deja ya de mirarme (tono de súplica)

 

El sonido de la carcoma (The beatle death clock)

13:30 h

El sonido de la carcoma me ha acompañado siempre. Hoy es veintidós de julio de 2012. En el valle del Ebro hará calor. Amo el verano y el calor en el inhóspito valle. En cambio,  no me gusta el cierzo. No me gusta la carcoma. No me gustan ni el sonido del cierzo ni el sonido de la carcoma. Hoy es veintidós de julio y pienso que vivo en un país en el que, como siempre, como en todos los países, las apoteosis deportivas de sus jóvenes ídolos son adrenalina pura inyectada en la carótida colectiva: ha ganado la carrera de Fórmula 1 Fernando Alonso (enfundado en rojo Ferrari) sobre el asfalto alemán de Hockenheim. Hace unos días “la Roja”  (la Invencible) puso a Europa a nuestros pies maltrechos de pardillos. Campeones de Europa en fútbol. Campeones del  Mundo. Campeones. Somos. Yo misma soy la primera en mostrar un entusiasmo irreprimible cuando Alonso sube a lo alto del podio y babeo un poco y noto que por ello mismo, a ratos, me miran los británicos por aquí con bastante mal gesto. No hay ironía en lo que afirmo. En todo caso, cierta tristeza y un paréntesis de envidia, pues nadie nunca jamás ha exhibido alegría, ante ninguna de mis actuaciones teatrales, equiparable, ni de lejos, a la que yo he mostrado ante el triunfo de Alonso. Tengo, sin embargo, la convicción (lo cual, claro, no es igual que decir que sea cierto) de que soy bastante buena actriz, y juro que trabajo mucho y me esfuerzo. Pero quienes fuimos una vez mordidos por la carcoma, arrastramos para siempre un cierto punto de fatalidad. Sin embargo, no piense usted, amigo lector, que es únicamente cuestión de fortuna (aunque en algo sí). Posiblemente sobre todo es una cuestión generacional. La carcoma apareció de repente la noche en que conocí conscientemente a Albertina, el invierno de 1964. Apareció de pronto porque pululaba por ahí, aunque no la hubiera notado hasta entonces.

            Mi madre estaba a punto de dar a luz a mi hermana, – y yo de convertirme en un ser responsable, sea dicho de paso -, y siempre andaba hablando de lo sola que se encontraba para todo, tan lejos de los suyos. Supongo que vendrías por eso, Albertina. Nunca volví a conciliar el sueño con facilidad. Sufro de insomnio desde entonces. Reconozco aquí que no creo que sea culpa tuya, lo hemos discutido mil veces. Quiero que quede bien sentado, abuela. Y ya sé que no te quieres que te llame abuela, no lo haré más, pero alguna señal de nuestra ligazón emocional, clara y asumible, como una baliza de navegación, tienen que tener los lectores. Con lo raras que debemos resultar: yo, hipnopómpica, y tú, con este nombre, Albertina; más un carácter que un nombre, nada español por cierto. También lo hago porque me gusta; has sido y eres mi abuela, al fin y al cabo, porque esa ha sido tu forma de estar en la vida respecto a mí. Me aprovecho, pues, de esta excusa de la necesaria deferencia hacia los lectores para restituirte tus derechos de vida dentro de la mía propia. Piensa, Albertina, que eres la única persona que siempre ha estado a mi lado sin condiciones, viva o muerta, o personaje, o como sea. Aquella noche la recuerdo muy bien. Es una de las noches de mi vida que mejor recuerdo. Dormías como una muerta en la cama de al lado y me costó mucho empeño despertarte con mis gritos y sollozos. El sonido de la carcoma instalada en la cómoda de mi habitación me había despertado y me tenía paralizada entre el miedo y la angustia. Sólo podía llorar y gritar. No tenía ni idea de lo que era aquel ruido atroz, incansable, inmenso en la noche, creciendo gracias a mi atención. Junto a la ventana de mi habitación infantil, en la fachada del edificio, colgaba una farola, que alumbraba siempre el interior del cuarto. Eso no me tranquilizaba. Todo lo contrario. Mi imaginación ha sido siempre altamente irracional. Y la carcoma invisible parecía acelerarse y amplificarse a la vez que mis propios latidos. Mi aullido infantil llamándote, -llamando a una desconocida, como eras entonces- apenas consiguió de ti una respuesta medio dormida, que aún me acongojó más. ¿Qué es eso que se oye?, grité ahogada por la histeria. No oigo nada, me dijiste. ¡Eso, cra, cra, cra…!, insistí. ¡Ah!, será el escarabajo del reloj de la muerte, medio contestaste, y te diste la vuelta y desapareciste. Deberías cuidarme algo mejor, Albertina. I want to hold your hand, sollozé. Los hipnopómpicos somos capaces de expresarnos en casi cualquier idioma en un momento dado, aunque no poseamos conocimientos conscientes de tales idiomas. Pero ya no me oías. The beatle death clock, me repetí entonces. De los otros Beatles  nadie me hablaba en 1964, aunque estuvieran a punto de ser los escarabajos más famosos del planeta. Pero en España sólo se barruntaba a todas horas la carcoma. La que infectaba los estupendos muebles sesenteros de mi habitación, recién comprados, con sus viejas larvas incorporadas, eternamente raquíticas, mediocres y siempre resurrectas, vorazmente castradoras. Hoy es veintidós de julio de 2012 y estoy a kilómetros de distancia de donde querría estar. Aunque es aquí donde debo estar. Cosas de la hipnopompia. Me empeño en estar bien: Sargent Pepper a través de los auriculares del ordenador me alimenta, mientras escribo, con una buena dosis de felicidad flotando sobre el interminable ruido de las calles de Londres, -sobre los laberínticos túneles subterráneos atestados de extraños escarabajos velocísimos-, que nunca cesa. Albertina, deja ya de mirarme (tono de súplica). Hoy es 22 de julio. Desde la escalinata del Memorial Shaftesbury, donde antes me he quedado un rato a observar el entorno, hasta la entrada de St. James Tavern he oído muchas conversaciones en español. Nos saludamos entre nosotros con inhabitual complicidad. El rugido de los estadios ha aniquilado por fin al persistente sonido de la carcoma. Pero no somos felices.

La confabulación de los Rover

 

11:20 h.

 

Dejé de ser niña a la edad de seis años. Esa es una  realidad consolidada y corroborada por todo cuanto ha sucedido después en mi vida. Otra realidad es este bucle de error cíclico que reproduce sin interrupción la cualidad expectante del tiempo de mis seis años. Una cualidad de carácter muy superior a cualquiera que haya adquirido con posterioridad. Esa espiral paralela es por tanto para mí algo irrenunciable: como la energía de un generador auxiliar. Cuando tenía seis años, y a la vista de que mis rasgos hipnopómpicos comenzaban a revelarse en mí y de que yo mostraba cada vez más consciencia de ellos, se produjo a mi alrededor una obstinada confabulación para lograr amputarlos. Mi madre los consideraba un tremendo peligro. La hipnopompia no constituye una herencia genética inevitable ni directa; como, en mi caso, puede ser retrospectiva. De hecho, mi madre siempre ha estado muy ajena a la hipnopompia, ella se ha movido en una única dimensión, definida por algo así como un alto sentido del deber. El sentido del deber nunca interroga por las razones más allá de lo mínimo necesario para interpretar el entorno bajo una apariencia armónica y suficiente para la vida. También, por supuesto, era hipnopómpica Rose Mary Taylor Poppins. Sin embargo, a mi madre nunca le ha gustado el cine.

Cuando yo tenía seis años la nave tripulada Geminis 5 circunvaló la tierra 120 veces y la Geminis 7, 206. Las cápsulas Geminis  tenían un espacio habitable de igual volumen que el que ocupaban los asientos delanteros en un Wolkswagen Escarabajo. Lo contaban en los Telediarios. Cuando yo tenía seis años  los Telediarios empezaban con una imagen planetaria de la Tierra, y yo empecé a preguntar todas las tardes, después de la siesta, si cuando yo fuera mayor podría ser a la vez cantante pop y astronauta. Aunque ahora ya estoy algo cansada, siempre me gustó ser varias (personas) y hacer varias cosas (todas muy bien). Lo del pop lo decía por los Beatles. Yo tenía seis años cuando vinieron a Madrid y Barcelona (que no eran entonces exactamente España). Por cierto: hoy es 3 de julio (el mismo día de mes en que los Beatles tocaron en Barcelona). Por eso hoy es 3 de julio y estoy en Londres y dentro de unas horas Rafa Nadal perderá la final del torneo de Wimblendon ante Djokovic, pues estamos en 2011, aunque también en 2012 y es 22 de julio o el aún futuro 22 de septiembre, el día en que habrá muerto Patrick – un día es el día y todos los días que han cobrado significado relevante (el tiempo entre ellos apenas cuenta, no transcurre el tiempo interior) y continúo en Londres, y luego seguiré  esperando (un poco más) hasta que llegue Patrick. Aunque esperar no es el verbo adecuado: ya se sabe que vivir es aquello que se hace en tanto que uno espera hacer lo que desea. Ya no deseo a Patrick. Pero eso no tiene nada que ver con el amor. Fue por amor, no tengo duda, que mi madre intentó cercenar mis veleidades hipnopómpicas. Las intuyó apoderándose de mí cuando yo tenía seis años, como digo. Pop y astronauta eran dimensiones no visibles en la vida plana de España. Cuando yo tenía seis años, mi madre me dijo que los Beatles y los astronautas eran sólo cosa de la televisión, algo irreal según ella. Nunca me preguntó qué quería ser de mayor. Yo creo que no podía imaginarme como una persona. Dejó que los globos Rover llegarán hasta mi habitación y que ocuparan mi camino hasta el colegio. Los globos Rover, vigilantes amenazadores que no dudarían en darme una lección si me desviaba hipnopómpicamente en algún momento del camino estricto y correcto. Los globos Rover no son una invención de los guionistas de la serie El Prisionero. Los globos Rover estaban ya, cuando yo tenía seis años, en los Telediarios de TVE. Y en el colegio. Y en la familia. Eran blanquísimos, como los sepulcros. Y muchos años después Albertina me confesó que ella llevaba viéndolos toda la vida. Por eso, me dijo la noche que murió el abuelo Basilio, me gusta cantar contigo quiero seeerrr un bote de cooolónnnn

 

Memoria_tranvía

El recuerdo es flexible. Imita un proceso de ida y vuelta, pero no lo es. Recordar no es revivir. Es simplemente vivir. Volver a hacerlo.  El recuerdo es flexible como la goma del juego, pero nunca recupera su forma de partida.  Recordar es vivir diferentemente. Otra vida. El juego de la goma me enseñó a hacer diferentes figuras y acrobacias con los pies y el pedazo de materia elástica que alguien/otros sostenían.  No hay recuerdos vacíos. La memoria va modificando las condiciones/nos modifica. Si recordamos, cambiamos. Somos materia elástica. Sostenida sobre otros. El juego de la goma era geométricamente contradictorio: forma momentáneamente definida (rectángulo o líneas paralelas) que soporta otras formas que generan posibilidades. Otra vida.  Atarse y desatarse. Vida y memoria. 1964. Cromos y paz, Vida y color. Me explico.

En el colmado familiar descubrí los polos de chocalate. El colmado estaba en la calle Mallorca de Barcelona. Mi padre abrió esa tienda poco antes de casarse con mi madre en Zaragoza.  Cuando cerraba el colmado volvíamos al barrio por la tarde. A jugar a la goma aprendí en la calle Mallorca, con niñas de otra clase social (ellas me enseñaban su juego recién descubierto desde esa otra posición de privilegio, y yo lo sabía). Pero la goma flexible se estiró a lo largo de la vía del tranvía -ambas líneas paralelas, goma y vía-, sin romperse: transformación. Yo me asomaba a través de la ventanilla-guillotina. Para no marearme. Siempre que volvía a casa desde el mar o desde la calle Mallorca en el tranvía me mareaba. Si venía desde otros lugares, no. Sólo desde el mar y de la calle Mallorca, del colmado, de otro mundo que nunca sería el mío. Imaginar que las vías del tranvía eran los elásticos paralelos del juego de la goma estirándose y estirándose me ayudaba a no marearme: dimensión no abarcable.  Los hipnopómpicos mantenemos mejor el equilibrio si no hacemos pie, al revés que la mayoría de la gente. Aunque entonces yo no podía relacionar todo esto. Yo creía que la goma era un juego culto y de chicas bien. Pero era igual de cutre que todos los demás. Porque en 1964 la calle Mallorca también olía a rancio. Y era el único denominador común. Cromos. Paz, 25 años. Los hipnopómpicos, ya se sabe, mezclamos las propiedades de los sueños y de la realidad; para nosotros solo existe la mutación.  A Hard Days Night: http://youtu.be/cD4TAgdS_Xw

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Beatles

En 1965, la beatlemania comenzaba a airearse tímidamente en los medios de comunicación, fundamentalmente en la radio. Desde la Cadena Ser, Joaquín Luqui, Tomás Martín Blanco o Rafael Revert corrían a Londres a comprar los nuevos discos de los Beatles, porque en España era impensable encontrarlos. Rafael Revert cree que tanto el precio como el clima de miedo influyeron en el escaso número de personas que acudió a la plaza de toros. «Además, los fans de aquella época no estaban acostumbrados a este tipo de conciertos. Los que fueron a aquél eran fans de pura cepa. No hubo ni siquiera periodistas». Sobre Lennon, Revert opina: «Era, junto con Paul Mac Cartney, el puntal del grupo, sus composiciones, sus mensajes, llegaron a millones de personas de todo el mundo y supusieron una ruptura generacional incluso superior a la que produjo Elvis Presley. Los Beatles cambiaron no sólo la música, sino la forma de vestirse y otras formas de conducta juvenil». (José F. Beaumont, El País, 10-12-80, http://goo.gl/o3dNrX)

la_vanguardia_1965

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