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Las Hipnopómpicas

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St. James Tavern

Esquinas (las autobiografías no existen)

 

 

 

 

Esta esquina, chaflán, muestra un lugar de intersección entre la calle Provenza y Roger de Llúria, en Barcelona. Google Street, claro. Google Street es uno de los elementos esenciales en la construcción de Pop-pins, porque me permite «ubicarme de verdad» en algunos de los escenarios de la historia (los hemos ido mostrando aquí en ocasiones: Picadilly Circus, la fundamental St. James Tavern, en Londres, la estación de Francia en Barcelona, etc). Google Street es tan esencial en Pop-pins, que se ha convertido en un elemento más de la narración.

Esta esquina de la imagen googlestreetiana es uno de los lugares en los que se materializó la infancia de Helia, protagonista polimórfica de Pop-pins. Algunos negocios perviven en su vocación a lo largo del tiempo, o perecen y reaparecen: en esta esquina el padre de Helia dice que estaba su colmado en los años sesenta.

Añadiré: comienzo a pensar que las casualidades en Pop-pins son ya muchas casualidades. Mientras voy lentamente completando la parte dedicada a este escenario del Eixample (aunque no solo dedicado a ello), comienzo la lectura de la autobiografía de Carlos Barral, y me encuentro leyendo sobre las mismas calles, los mismo lugares (la familia Barral tenía su residencia en la confluencia de Mallorca con Claris; tengo que confesar: los escenarios de Pop-pins pueden ser imaginarios – o no, según las ocasiones-, pero mi ligazón con la calle Mallorca pertenece inconfundiblemente a la mitología sentimental de la infancia, y desde luego motiva en parte este capítulo de Pop-pins, que espero terminar esta noche, finalmente: Saldo migratorio) — claro, Pop-pins no es autobiográfica, para nada; pero usa elementos autobiográficos como sopa matricial, y a remover – De todas formas, las autobiografías no existen.

Y por lo demás//

no considero ya preciso insistir en mis dificultades para conseguir tiempo para escribir: compro tiempo; la vida impone urgencias; en estos últimos años está imponiendo muchas. Paciencia.

El ser humano no puede soportar tanta realidad (t.s. eliot)

 

En cualquier tiempo y en cualquier lugar esto es así. Nuestro umbral de realidad es limitado. La realidad es una bomba auto-programada para ir asesinándonos. La capacidad de destrucción de la realidad no se puede medir, no tenemos instrumentos para ello. La salvación está pues en lo imposible. Religión. Utopías salvajes. Cosas así. Ya lo intuye Eliot, Cuatro Cuartetos, T.S – grande Eliot: él es quien lo dijo (Burnt Norton, 1936), porque lo creía saber, pues para eso era católico, mucho. Yo ya se lo decía Patrick, cuando me leía a Eliot- en inglés, en un libro tomado de la biblioteca que tenía en su casa Mary Taylor Poppins, en Portmeirion, cuando la fuimos a visitar, aquel mes de julio de 1983 –todas las cosas importantes me han sucedido en el mes julio ….

 

Este es el comienzo de otro capítulo de Pop-pins. Algunos capítulos, como este, son muy breves. Este no estaba previsto, no estaba en el Indice Pop-pins (ese del que tengo que hablar). Ha surgido por sí solo a través de este recorrido: Juegos oLimpicos/Londres/Julio/Londres/St. James Tavern: aclaro que Pop-pins se está escribiendo en esta taberna de Picadilly, y que el tiempo de escritura es un día de 2010, pero al mismo tiempo hoy, y al mismo tiempo, 1983, etc… Un poco de tdo ello se intuye, como siempre digo,  en las píldoras de radio-teatro (preámbulo a Pop-pins, seguid la flecha para escucharlas ——->

Quiero decir tben. que este capítulo dialoga con T.s. Eliot, grande, pero demasiado católico para mi. Grande.

Theatreland Proust (capítulo inicial)

09.00 h

Longtemps me he acostado tarde, he dormido poco y mal. En realidad esto ha sucedido durante toda mi vida. No me importaría si no fuera porque la mayoría de la gente prefiere creer que la realidad equivale a tener los ojos abiertos, y eso me convierte en alguien raro. Quiero decir que la mayoría de las personas conciben sólo como real lo que nos ocurre en estado de vigilia. Pero hay muchas formas de vivir. Y no es cierto que sean más verdad los presuntamente autónomos objetos reales, que nos rodean cuando estamos despiertos, que el miedo experimentado durante una pesadilla, o el extremado goce sexual soñado, o la generosa liberación de por fin dejarse caer al vacío durante kilómetros y ya está; o la escena que te obsesiona, representada milimétricamente en sueños, con perfección total, mientras sabes que ese tu gran papel lo estás bordando en sueños, y en sueños eres totalmente consciente de que serás incapaz de reproducirlo cuando cambies de estado y que, mierda, esa escena te ha salido muy bien, en el tono que llevas buscando hace días, maldito disco duro de la vida compartimentado. Creo que de una manera más o menos emocional nunca he experimentado la presunta dicotomía entre sueño y realidad, incluso antes de saberme hipnopómpica. Seguramente gracias al gran conejo amarillo. El gran conejo amarillo de ojos rojos que vi junto a mi cama de niña de tres años, en aquella habitación infantil de la casa con lavadero de la Avenida Felipe II de Barcelona. Todas las niñas ven en algún momento al gran conejo amarillo de ojos rojos. No era un gran conejo amarillo amenazador, aunque yo me asusté. Mucho. Me asusté al ver su hocico pegado a mi frente, como para plantarme un beso, y su ojo rojo tras un monóculo dorado. Me asusté y chillé empujada por ese pánico, profundo y pasajero como un terremoto, propio de los niños. Cuando eres niño casi todo se percibe en primer plano. Mientras mi madre acudía, sobresaltada y en aceleración constante hacia mi cama, el conejo saltó por la ventana. No le dije nada a ella. Guardé el monóculo bajo las sábanas y me limité a gritarle que tenía miedo. Lo cual no era mentira, aunque no representara todo lo sucedido. Con tan sólo tres años ya intuí que mi madre no me creería nunca, que nadie seguramente me creería nunca. Que nadie creería que el conejo amarillo de ojos rojos atravesó, sin romperlo, el cristal de la ventana de aquel primer piso de la casa donde pasé los años de mi infancia, porque no podía exponerse a que mi madre lo descubriese. Luego he aprendido que hay materia que atraviesa la materia. No lo volví a ver. Ni en sueños. Posiblemente su voluntad de existencia no superó mi escasa valentía, no remontó mi negativa a reconocerlo como objeto independiente de mi pensamiento, aunque hubiese sido generado por él. Todavía no me sabía hipnopómpica. A continuación lo olvidé. Los niños olvidan con facilidad. Lo olvidé y unos años de infantil eternidad después volví a recordarlo, cuando en el cine más cercano – el cine Victoria- a la casa de la Avenida Felipe II vi en reestreno Mary Poppins, la película – sesión doble, (qué gran felicidad flotar durante las sesiones dobles) -. Lo volví a olvidar longtemps. Hasta Patrick Mcgoohan. Hasta Swan. Por el camino de. Hasta Albertina, la prisionera. Estoy convencida de que Proust era hipnopómpico. Como yo. Me llamo Helia. Helia Álvarez. Y soy actriz, aunque en esta época me dedico mayormente a los monólogos. Y ahora, cuando puedo, a escribir. Monólogos. Escribo con el objeto de dejar de ser otras y a veces otros (estoy cansada) y tener un sitio donde reconocerme por dentro y por fuera. Por eso, les necesito, señores lectores. Y porque estoy acostumbrada a trabajar con público, claro (pura contradicción es todo). La escritura no se ciñe a dos únicas dimensiones aparentes. No es único el gesto de escribir. La escritura no empieza y no termina en el texto. Sé que, acaso por costumbre o deformación profesional, escribo con gestos de representación, en tono de representación. Piccadilly Circus, 9 de la mañana. He quedado con Patrick en la St. James Tavern a eso de las 7 de la tarde para cenar. Tengo un libro en blanco. En realidad tengo una gran cantidad de información intuida y esperándome dentro de mi portátil, sobre esta mesa de vieja taberna londinense, lista para ser reordenada, interpretada por mí y transformada. Por toda esa información ya he transitado. Tengo muchas horas por delante hoy, mientras aguardo a Patrick. He venido a Londres a buscar a Patrick. No sé si llego desde Barcelona, o desde Zaragoza, o desde este mismo lugar londinense hace 30 años,  o desde uno de mis sueños hipnopómpicos, de tiempos y espacios intercambiables. Piccadilly es el lugar idóneo para este ejercicio de representación, el centro de Theatreland, que es tanto como hablar del centro de la gestualidad universal, el agujero de gusano que conduce a cualquier sitio, posible o no. Así que sean, pues, todos bienvenidos. Especialmente, usted, en este instante mi lector-espectador más importante. Reciba todo mi agradecimiento. No tengo en verdad a nadie más.

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El sonido de la carcoma (The beatle death clock)

13:30 h

El sonido de la carcoma me ha acompañado siempre. Hoy es veintidós de julio de 2012. En el valle del Ebro hará calor. Amo el verano y el calor en el inhóspito valle. En cambio,  no me gusta el cierzo. No me gusta la carcoma. No me gustan ni el sonido del cierzo ni el sonido de la carcoma. Hoy es veintidós de julio y pienso que vivo en un país en el que, como siempre, como en todos los países, las apoteosis deportivas de sus jóvenes ídolos son adrenalina pura inyectada en la carótida colectiva: ha ganado la carrera de Fórmula 1 Fernando Alonso (enfundado en rojo Ferrari) sobre el asfalto alemán de Hockenheim. Hace unos días “la Roja”  (la Invencible) puso a Europa a nuestros pies maltrechos de pardillos. Campeones de Europa en fútbol. Campeones del  Mundo. Campeones. Somos. Yo misma soy la primera en mostrar un entusiasmo irreprimible cuando Alonso sube a lo alto del podio y babeo un poco y noto que por ello mismo, a ratos, me miran los británicos por aquí con bastante mal gesto. No hay ironía en lo que afirmo. En todo caso, cierta tristeza y un paréntesis de envidia, pues nadie nunca jamás ha exhibido alegría, ante ninguna de mis actuaciones teatrales, equiparable, ni de lejos, a la que yo he mostrado ante el triunfo de Alonso. Tengo, sin embargo, la convicción (lo cual, claro, no es igual que decir que sea cierto) de que soy bastante buena actriz, y juro que trabajo mucho y me esfuerzo. Pero quienes fuimos una vez mordidos por la carcoma, arrastramos para siempre un cierto punto de fatalidad. Sin embargo, no piense usted, amigo lector, que es únicamente cuestión de fortuna (aunque en algo sí). Posiblemente sobre todo es una cuestión generacional. La carcoma apareció de repente la noche en que conocí conscientemente a Albertina, el invierno de 1964. Apareció de pronto porque pululaba por ahí, aunque no la hubiera notado hasta entonces.

            Mi madre estaba a punto de dar a luz a mi hermana, – y yo de convertirme en un ser responsable, sea dicho de paso -, y siempre andaba hablando de lo sola que se encontraba para todo, tan lejos de los suyos. Supongo que vendrías por eso, Albertina. Nunca volví a conciliar el sueño con facilidad. Sufro de insomnio desde entonces. Reconozco aquí que no creo que sea culpa tuya, lo hemos discutido mil veces. Quiero que quede bien sentado, abuela. Y ya sé que no te quieres que te llame abuela, no lo haré más, pero alguna señal de nuestra ligazón emocional, clara y asumible, como una baliza de navegación, tienen que tener los lectores. Con lo raras que debemos resultar: yo, hipnopómpica, y tú, con este nombre, Albertina; más un carácter que un nombre, nada español por cierto. También lo hago porque me gusta; has sido y eres mi abuela, al fin y al cabo, porque esa ha sido tu forma de estar en la vida respecto a mí. Me aprovecho, pues, de esta excusa de la necesaria deferencia hacia los lectores para restituirte tus derechos de vida dentro de la mía propia. Piensa, Albertina, que eres la única persona que siempre ha estado a mi lado sin condiciones, viva o muerta, o personaje, o como sea. Aquella noche la recuerdo muy bien. Es una de las noches de mi vida que mejor recuerdo. Dormías como una muerta en la cama de al lado y me costó mucho empeño despertarte con mis gritos y sollozos. El sonido de la carcoma instalada en la cómoda de mi habitación me había despertado y me tenía paralizada entre el miedo y la angustia. Sólo podía llorar y gritar. No tenía ni idea de lo que era aquel ruido atroz, incansable, inmenso en la noche, creciendo gracias a mi atención. Junto a la ventana de mi habitación infantil, en la fachada del edificio, colgaba una farola, que alumbraba siempre el interior del cuarto. Eso no me tranquilizaba. Todo lo contrario. Mi imaginación ha sido siempre altamente irracional. Y la carcoma invisible parecía acelerarse y amplificarse a la vez que mis propios latidos. Mi aullido infantil llamándote, -llamando a una desconocida, como eras entonces- apenas consiguió de ti una respuesta medio dormida, que aún me acongojó más. ¿Qué es eso que se oye?, grité ahogada por la histeria. No oigo nada, me dijiste. ¡Eso, cra, cra, cra…!, insistí. ¡Ah!, será el escarabajo del reloj de la muerte, medio contestaste, y te diste la vuelta y desapareciste. Deberías cuidarme algo mejor, Albertina. I want to hold your hand, sollozé. Los hipnopómpicos somos capaces de expresarnos en casi cualquier idioma en un momento dado, aunque no poseamos conocimientos conscientes de tales idiomas. Pero ya no me oías. The beatle death clock, me repetí entonces. De los otros Beatles  nadie me hablaba en 1964, aunque estuvieran a punto de ser los escarabajos más famosos del planeta. Pero en España sólo se barruntaba a todas horas la carcoma. La que infectaba los estupendos muebles sesenteros de mi habitación, recién comprados, con sus viejas larvas incorporadas, eternamente raquíticas, mediocres y siempre resurrectas, vorazmente castradoras. Hoy es veintidós de julio de 2012 y estoy a kilómetros de distancia de donde querría estar. Aunque es aquí donde debo estar. Cosas de la hipnopompia. Me empeño en estar bien: Sargent Pepper a través de los auriculares del ordenador me alimenta, mientras escribo, con una buena dosis de felicidad flotando sobre el interminable ruido de las calles de Londres, -sobre los laberínticos túneles subterráneos atestados de extraños escarabajos velocísimos-, que nunca cesa. Albertina, deja ya de mirarme (tono de súplica). Hoy es 22 de julio. Desde la escalinata del Memorial Shaftesbury, donde antes me he quedado un rato a observar el entorno, hasta la entrada de St. James Tavern he oído muchas conversaciones en español. Nos saludamos entre nosotros con inhabitual complicidad. El rugido de los estadios ha aniquilado por fin al persistente sonido de la carcoma. Pero no somos felices.

Google Street

09.15 h

Esta mañana, antes de coger el metro para venir a Piccadilly,  he buscado en Google Maps para refrescar en mi memoria el lugar donde está exactamente St. James Tavern,  un pub en el que  sirven cosas ligeras para comer, y al que íbamos a menudo Patrick y yo durante el tiempo que estuvimos en Londres, hace prácticamente treinta años. Entra y sale mucha gente todo el tiempo del local, pero ese tráfico, si pillas una esquina protegida, no incomoda demasiado para leer y escribir. Es justamente lo que necesito para este largo día de espera, un poco de compañía intermitente e indefinida. Me ha parecido el sitio perfecto, regresión temporal incluida. St. James Tavern, que se encuentra en la esquina de Great Windmill Street con Shaftesbury Avenue, no abre hasta las 12 del mediodía, a la hora del almuerzo. Pero yo quería llegar temprano a Piccadilly. Quiero que este día, hasta que me encuentre con Patrick, sea un día de espera verdadera. Esperar en el centro del mundo (para mi, Piccadilly lo es) se convierte en una espera absoluta. Es conveniente que alguna vez en la vida hagamos algo de manera total y absoluta. El centro del mundo, el centro abarrotado del mundo, es el mejor lugar donde ocultarse hasta que llegue Patrick a nuestra cita, como sea que Patrick llegue y con lo que traiga. Puesto que  St. James Tavern no abrirá hasta el mediodía, he buscado  otro bar donde tomar un par de cafés mientras tanto. No podía dejar a la improvisación estas elecciones. Para mí es importante el espacio: compréndanme, soy actriz. Pero, aun estando habituada a las situaciones teatralmente inverosímiles,  me siento extraña en esta tarea de esperar a  alguien que en realidad viene desde el pasado (seguro que alguna vez, lector, también le ha sucedido esto: esperar a alguien que llega con todo tu pasado en sus manos; que viene además para casi no quedarse, o más bien con la intención de marcharse, eso sí, anclando en ti una huella puñeteramente definitiva). Es lo que sucederá cuando Patrick venga y luego muera.

            Instalada ya en esta mesa del Caffé Nero de Piccadilly Street, conecto mi ordenador y me sumerjo en Google Street y realizo de nuevo el corto trayecto que antes he recorrido a pie desde el metro, doy una vuelta por los alrededores y vuelvo a entrar en este local, y me siento a la mesa donde ahora ya escribo. Auto-realidad aumentada. Reconozco mi adicción a Google Street. Una vez que con los años (y también gracias a la aceptación de mi inexcusable herencia genética, con la que he terminado por llevarme bien casi en todos sus aspectos) he asimilado mi específica condición de hipnopómpica, puedo permitirme sin remordimientos ciertos lujos y algunos caprichos – siempre bastante razonables (no soy persona de excesos). En Google Street me siento cómoda, supongo que por el asunto de la ubicuidad. Los hipnopómpicos somos ubicuos en tiempo y en espacio. Bueno, en mi caso y por fortuna (mi cerebro es muy limitado, no sabe todavía desenvolverse en estado de extrañamiento extremo)  la ubicuidad solamente  se manifiesta en los momentos del tránsito. Tránsito: lo digo así para que, a usted, lector, le resulte muy plástica la sensación. Pero no se trata estrictamente de un tránsito ese estado hipnopómpico que vacila entre el sueño y la vigilia, mezclándolo  todo, también las conjugaciones del tiempo y a menudo los lugares. Como si dobláramos y desdobláramos un pañuelo, truco mágico. Decir tránsito viene bien como concepto reconocible, que todos de alguna manera entendemos, es cierto, aunque la ciencia lo vaya volviendo obsoleto. En fin, siempre he sido hipnopómpica, aunque al principio no lo sabía. Sin embargo, quizás no siempre fui exactamente Helia. Ese es mi nombre desde hace ya unos cuantos años, pero no nací con él. Bueno, no sé realmente con qué nombre nací o si ni siquiera tenía nombre al nacer. Quería decir que Helia no es el nombre bajo el que viví una gran parte de la vida. A Helia la tuve que extraer desde donde estaba oculta, un lugar o tiempo que no puedo definir exactamente, una dimensión en la que Helia se hallaba como desconfigurada, informe y confundida con otros materiales; he tenido que pelear con esa dimensión, como enseñaba Miguel Ángel que debía hacer el escultor con los bloques de mármol. O sea que no he sido siempre Helia, aunque Helia haya existido siempre. De hecho la he reconocido asomada a una ventana de un edificio de la avenida Felipe II de Barcelona. Tecleo exactamente:  “Felipe II” + Barcelona.  Google Street es una alfombra mágica: vuelo por la avenida a ras de suelo, luego más alto, luego bajo otra vez a media altura y corro hacia la plaza Virrei Amat, hacia la infancia. Veo esa infancia tras una ventana por la que han transcurrido décadas. Si atravieso la ventana -materia que atraviesa la materia- veré a la Helia que entonces no lo era todavía manifiestamente porque no podía, pero que ya estaba allí, con vocación de ser, dentro de mí. Sin embargo, no me atrevo a tanto y me quedo mirando desde afuera fijamente la ventana de mi cuarto infantil. Una ventana que pertenece a un territorio propio, aunque ahora se abra a una calle que ya no reconozco en su actual aspecto. Una calle a la que para llegar debo arriesgarme a traspasar transiciones en blanco, viñetas huecas: veo su transformación desde las imágenes antiguas que recuerdo hasta las actuales, o casi actuales, (en todo caso me sirve), en Google Street, pero no veo su transcurso, debo saltar sobre un vacío, paradójicamente no puedo recorrer un tránsito que ocurrió. Pero el transcurso es, sin embargo, lo importante. Es el viaje, la mutación. Aunque lo que busco ahora no está en Google Street. Google Street no transita hacia atrás. Google Street me trae a un espacio que hubiera podido ser posible para mí en el tiempo actual, y que si embargo es un espacio que no ha sido. Es una extraña melancolía. La nostalgia de lo que fue posible. Pero no deseo esa otra posibilidad. El viaje que debo realizar es una interrogación y sus respuestas, como todo viaje lo es. De niña deseaba fervientemente que fuera cierta la posibilidad de saltar de mundo en mundo, de época en época, a través de las fotografías (vivir dentro de cientos de películas posibles). Mi deseo inocente,  -al parecer un plagio inconsciente del viejo H.G. Welles-, debía estar químicamente motivado por mi naturaleza hipnopómpica, aunque entonces no me lo podía ni imaginar. Una inclinación natural la juzgo hoy sin embargo, una ventaja (un riesgo, también: es la contrapartida – siempre la hay, es lógico). Mi naturaleza hipnopómpica me ha permitido al cabo de décadas encontrar a Helia, que estaba en su mundo dentro de mí y también dentro de quienes me han amado o me han detestado (nunca dentro de quienes me han olvidado): las emociones atraviesan personas. La he encontrado como en una película -no sé si hipnopómpica o no- de los hechos, los que fueron y los que hubieran podido ser, pues lo que no ha ocurrido tuvo tanta importancia para nosotros (o más) que aquello que vivimos. La nostalgia de lo que no ha sido es la más cruel y peligrosa de las nostalgias. No hay magdalena capaz de volver presente lo no ocurrido. Por eso no soy adicta a las magdalenas  -ni al dulce en general- y sí a Google Street, que por lo menos permite viajar hacia afuera y es ácido. Aunque tampoco Google Street solucione mi problema. Y por eso es por lo que escribo, mientras aguardo a Patrick. Esta vez le espero yo. Escribo para volver al lugar donde encontré a Albertina la primera vez. Alguno (usted, lector) dirá: claro, a la infancia. Bueno. Bien.

La Barraca

16:20 pm

Patrick decía que había venido a España para saber por qué había venido a España, durante la guerra civil del 36, su abuelo, un poeta de quien tanto le hablaba su abuela, y cuyos versos había leído muchas veces.  Para saber también por qué había venido su abuela, la periodista llamada Rose Mary Taylor. Porque, decía Patrick, sabría todo eso de alguna manera si averiguaba cómo era el país al que habían decidido venir, para jugarse el tipo, de forma bastante intempestiva. Yo estaba encantada con toda esta historia que él me contaba, pero le contestaba que realmente a mí me parecía que él había venido a España por el Mundial de Fútbol. No podía dejar que notara demasiado mi fascinación por las cosas que él me contaba. Y en todo caso, digo yo que vendría un poco por las dos cosas, por saber y por el fútbol. Siempre dije que si me lié con Patrick fue por lo que me contaba sobre su abuela periodista y su amante poeta, encontrándose en mitad de la guerra civil española. Protagonizaban la clase de historias dramáticas y totales que alimentaban mi juventud por aquel entonces. ¿Y cómo no me iba a colgar de un tipo inglés, guapo y pelirrojo, que hablaba español casi mejor que yo, que era actor, y que tenía una abuela reportera, que había estado en Zaragoza en los epílogos de la República, en la guerra civil y que se había enrollado con un poeta bajo las bombas de Franco? En la España de la Transición (“transición”, RAE 1.f.: acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto) no enamorarme de inmediato de Patrick hubiera sido sencillamente impensable, impracticable, imperdonable. De idiota.  Además yo añadía a toda esta ensalada, una empatía de colegas (yo estaba estudiando en la Escuela de Teatro, y Patrick era actor). Y también me gustó una enormidad su manera de moverse. El movimiento es un misterio. Patrick se movía como un secreto a punto de ser descubierto. Nos conocimos en Bilbao. Yo tenía familia en la ciudad e iba de vez en cuando. La selección inglesa venció allí a Francia y a Checoslovaquia: tengo que recordar (porque nuestra memoria colectiva actual es muy leve y delgada) que el Muro de Berlín aún estaba en pie en 1982, que todavía no había ocurrido la cruelísima e impensable guerra de los Balcanes ni sabíamos los mortales quién era Gorbachov. Faltaban unos meses para que ganara las elecciones en España el PSOE por primera vez. A Patrick, el 28 de octubre por la noche, cuando ganó el PSOE y Alfonso Guerra lo anunció primus inter pares por televisión, en un alarde de moderna exactitud estadística, le dije en un bar de Zaragoza -a Patrick-  que no me gustaba que el PSOE hubiera ganado por aplastante mayoría absoluta. En este país no somos nada ponderados, le expliqué. Luego le besé mucho esa noche, porque entonces estaba muy enamorada de él y muy contenta de vivir en un país que se hacía moderno y contemporáneo a toda carrera, mientras yo me echaba un novio inglés. También le besaba tanto porque Patrick me siguió hasta Zaragoza, para mi asombro y fortalecimiento de mi vanidad -qué tonta, yo no sabía nada de nada- y le besaba mucho además porque tenía miedo de que se volviera a Inglaterra, si se daba cuenta de todas las sombras, si olía las miasmas que llegaban desde atrás, desde la historia. La historia abrumadora estaba muy cerca, ni siquiera a una decena de años de distancia de nosotros, se la oía respirar sobre nuestras nucas. Hablábamos nosotros de historia y de pasado en aquel tiempo, pero no lo eran todavía. Todo el siglo veinte se materializaba ante nosotros a cada paso por las calles, exigía digestión acelerada. Nos lo habíamos perdido el siglo 20. Nos habían robado todas las referencias que por generación nos correspondían. Al siglo 20 nos  lo encontramos una mañana de golpe los hijos desclasados de millones de hombres y mujeres que habían vivido reprogramados (sindicato, municipio y familia: todo en vertical, todo mentira, todo silencio).

Me explico. Por ejemplo, yo trabajaba en una tesis sobre la Generación del 27 y el Romanticismo europeo. Yo, trabajaba yo en mi tesis. Pero esa Generación del 27 era presente, era ahora mismo. Casi nada teníamos más propio que aquella Generación emblemática para nosotros, que nos cobijaba en aquel año de 1982 en los pasillos de Filosofía, la vetusta facultad universitaria (muchos desclasados pululando por esos pasillos: los universitarios hijos de los menestrales y los obreros, el orgullo de un país decían, la Gran Filfada, pienso –(ir, o volver, al respecto hasta la parte sobre el Efecto-goma , allí intento constatar algo de esto). Digo que nos parecía más cercano a nosotros aquel pasado que una gran parte del presente, aunque algunas cosas contemporáneas y cercanas entonces sí que había, claro: Nacha Pop y otras cosas así. Pero no una referencia que nos sirviera si sólo mirábamos un poco por detrás de nosotros, algo en lo que apoyarse de manera inmediata, no encontrábamos casi nada. Un gran salto en el tiempo. Un gran agujero. No era justo, Albertina. No era mi vida. Chica de ayer. Era la tuya, Albertina. Tu vida más que la mía. Nacha Pop y Lorca, Siniestro Total y Alberti, Alaska y los Pegamoides y Dolores Ibarruri: dos orillas sobrevolando un abismo de más de medio siglo, una interferencia de larguísima sombra. Yo pensaba que si Patrick descubría esa sombra se marcharía: la sombra en este país siempre fue maldita; la sombra mató a aquel poeta inglés a quien amó Mary Taylor bajo las bombas de Franco.

 

– Eras una enamoradiza, Rose Mary Taylor.

– Bueno, un poco sí lo era, lo reconozco, Albertina. A estas alturas, qué voy a decir.

– A buenas horas, Rose Taylor. Podías haberlo pensado antes. Haberme ahorrado la vida que tuve que vivir en parte por tu culpa.

– ¡Pero es lo contrario, Albertina! Pudiste escapar en cierta forma, gracias a mí. ¡No te hagas ahora la víctima, sólo para darte importancia con Helia!

-Callaos las dos. Dejadme en paz. Aún no es vuestra hora. ¡Callad!

 

Luz. Alegría. No sombra. No más sombra, decía Ferreras, Manuel Ferreras, que hablaba en la radio a gran velocidad, supongo que para escapar de la sombra. Suena quizás demasiado alto La chica de ayer, demasiado volumen para St. James Tavern a estas horas tempranas de la tarde, un mes de Julio, 2012, veintidós. No me he puesto los auriculares. Si conecto  los cascos del portátil perderé toda referencia temporal y espacial real, St James Tavern, 2012. A veces la hipnopompia me juega malas pasadas. Y no puedo arriesgarme a que Patrick no me encuentre cuando venga a buscarme. Tengo que cuidar de él hasta el final, si es que la muerte lo es.. Mi dolor anticipado por la muerte próxima de Patrick no es mucho mayor ahora que mi dolor anticipado de 1982 por su presentida ausencia a causa de las sombras. Bien, decía (yo, ahora, 2012, pensando en 1982): Ferreras, velocidad de la palabra, acelerar el presente. La Barraca. Radio 3.

Ferreras en estéreo. Empeñado en la fusión. En el entusiasmo. Radio-teatros imposibles, más orsonwellianos que Welles: hibridación. Me gustaba la mezcla. Siempre me ha gustado la tendencia al infinito de la mezcla. No cerrar. No ocluir. Mezclar y prolongar. La Barraca se expandía en el despacho-sala de mi casa sobre los buffles-pilares, articulada por mi imaginación. Escribiendo a máquina (cinta empapada de tinta y typex) mi tesis sobre la Generación del 27 y el Romanticismo europeo. Nuestra actitud, la ilusión de la gente, en aquellos años en general era la del espíritu de La Barraca (la compañía teatral lorquiana de los años treinta del siglo veinte y también el programa de Radio3): difundir, generar actividad, generar cultura, vida (veníamos de lo seco), moverse, cultura para todos, para todos, generar, extenderse. Permeables. Lo estás haciendo muy bien, muy bien. Semen Up. Amistades peligrosas. Golpes Bajos. Golpes bajos, golpes bajos, a traición. Malos tiempos para la lírica. La lírica tendría que haber sido contagiosa.

La actitud o el clima eran los de La Barraca (la de Lorca): teatro geográficamente permeable, atravesando todas las clases sociales, radio para crecer, para ponernos al día (“era un tributo al ambulante teatrillo de García Lorca en la inhóspita España de los años 30, pero también un concepto amplio de querer estar en todo, y en todas las Españas” , afirmó años más tarde el propio Ferreras-  HYPERLINK “http://personal.telefonica.terra.es/web/alberstone/labahia/ferrerasCD/index.htm” )

 

Cosas que hacían  en La Barraca ( Radio 3):

Por ejemplo, viajar a Almería al cumplirse los cincuenta años del estreno de Bodas de sangre (ay, Federico García, llama a la guardia civil). Recuerdo. Busco. Vuelvo a escuchar la voz de un testigo real de la tragedia real en la que se inspiró Lorca para escribir. La tragedia sólo es bella en la ficción.

(Dennos teatro, por favor. Teatro para digerir. Por eso soy actriz, para poder digerir lo que duele, lo que aburre, lo que traiciona. Albertina, la mayor de las actrices: tú y la otra, la Albertina prototípica, la proustiana, la que fuiste una vez. Por el camino de las muchachas en flor, La Prisionera, Bodas de sangre.)

Oigo ahora, -aunque su voz es de 1984-, en un podcast que incluye fragmentos de La Barraca, a ese  testigo real, ya octogenario, contar que la cosa sucedió a principios de siglo 20 en lo que llamaban la Casa de la Jícara (el Cortijo del Fraile había leído yo y sigo leyendo). Paca la Coja llama él a Francisca Cañadas. La Novia la llamó Lorca. Paca la Coja, La Novia,  tenía dientes como lobos, dice el testigo todavía vivo en 1984. En 1984 también vive ella, Francisca Cañadas, aún (no morirá hasta tres años después); pero al testigo no le da empacho asegurar que ella era muy fea y que se iba a casar por “el capital”. Pero no llegó a casarse. Coja y todo y con dientes de lobo se la llevó su primo Francisco Montes Cañada, a galope tendido sobre su caballo. Les salieron al paso los parientes y mataron a Paco Montes. No mires a los ojos de la gente, siempre miente. La Barraca. Transición. Había que hacer aflorar la parte de la historia que se había quedado enterrada en los cementerios y en los paredones y en los caminos y en las cunetas y también en los ahorros confiscados, en las casas requisadas. No mires a los ojos de la gente. Golpes Bajos. Había que hacer que aflorara desde las tuberías, desde la sombra. No fue posible. Denme teatro para poder digerir. Pero no podíamos. No podíamos escapar de la realidad. No debíamos. La Barraca.

Escribe Ferreras (sobre su programa, que se hizo nuestro): Los primeros títulos de Secciones respondían a epígrafes como “Arcón de héroes, monstruos y otros mitos”, “Rincón de ensueños”, “Rutas de aventureros y caminantes”, “Los rostros de papel”, “El Falsario”, “El veneno de los clásicos”, “El álbum de oro de…” (por ahí aparecían J.M. Costa, A. Casas, Tena… de la mano ¡de Beatriz Pécker! ¡Olé!) y otros de similar ingenuidad, que daban paso lo mismo al Grupo de Folk de los Trabajadores Andaluces en el Pozo del Tío Raimundo, que a Pilar Miró ante Gary Cooper, Carlos Saura recreando la boda lorquiana, la Charanga de la Doctora, el Grupo de estudios de la Montaña Asturiana o la recreación de Fu-Manchú. Avanzando el tiempo pudimos escuchar a Jorge Grau entrevistando a Federico Fellini, a Rosa Chacel hablando de Julio Verne, a los Oskorri, a Benito Lertxundi, a José Luis Alonso o Luis Escobar, a Ignacio Sotelo… ¡Era una juerga de ingenio!.

Tecleaba yo para mi tesis que en este país los verdaderos románticos (en el sentido filosófico del término) lo fueron -a destiempo-  (como siempre en este país, enfatizaba en mi escritura) los poetas de la Generación del 27 y seguían muchos argumentos, especialmente referidos a Cernuda y otra vez a Lorca (no romántico inglés, él no): la Elegía a F.G.L.,  diseccionada comparativamente con el Adonais de Shelley, y Ferreras (medio hombre, medio radio, Frankestein en ondas) y la FUE (Federación Universitaria de Estudiantes), y pensar en la crisis económica por el petróleo, y Cesepe y Moriarti y Raúl del Pozo y Ouka Lelé y Pedro Atienza y Fernando Poblet y Almodóvar y Siniestro Total. Ya había muerto el no-abuelo Basilio. No abuelo: me daba pena no poder sentir ya pena por él. Habíamos vuelto de Londres Patrick y yo. También se me había muerto ya Albertina. Pasaba las mañanas escribiendo la tesis y las tardes ensayando alguna obra de teatro. Muchas mañanas Patrick me acariciaba los pies y me repetía que La Movida había estado muy bien pero que nosotros viviríamos mejor en Londres, que Londres era el corazón del teatro en el mundo. No quise. No podía. Luego publiqué la tesis y llamé al libro La Barraca. Qué inocente. La Trampa, tendría que haberse titulado. Ahora Picadilly, Julio 2012. En Londres, finalmente. Has tenido que ir a morirte para que te haga caso. Qué bruta. No te tardes, Patrick. No te tardes, carcelera, -podría decirme él con su ironía inglesa-, que me muero.

La Villa

 

12:25 h.

 

Portmeirion me tenía atrapada en una cruelísima contradicción, subyugadoramente misteriosa para una niña.

– Me hablabas de ese pueblo, -me dice Albertina-, como si se tratara de una ciudad encantada

(A menudo es una voz que llega nítidamente desde el sueño, y que conozco y reconozco, la que me trae a la vigilia; el sonido, la voz,  no necesitan variar su densidad ni su apariencia para hacerse perceptibles, esté dormida o despierta).

 

 – Te hablaba de La Villa, contesto, el escenario imprescindible de la serie El Prisionero. Que La Villa es Portmeirion lo supe años después. Solamente contigo podía hablar de las series de televisión que tanto me gustaban, y de cine. A mi madre no le gustaba el cine y mi hermana nunca me escuchaba.

– No deberías hablar tanto conmigo, querida: estoy muerta hace mucho tiempo.

– Ya, pero mi ser hipnopómpico puede transitar sin ningún problema entre los distintos estados de mi conciencia – tú me lo enseñaste, tú eres en realidad un estado de mi conciencia, Albertina. Hablar contigo no es muy diferente para mí a escribir, leer o ver series de televisión, -ya que hablamos de una-, o películas, o transitar por cualquier otra forma de realidad, como un antiguo palacio o una calle de Zaragoza.

– El Prisionero no era un programa para niños, no debí dejar que lo vieras.

– Qué tontería. Mira, ahora te puedo mostrar en Internet las fotos de Portmeirion, el lugar de rodaje; La Villa era para mí como una casa de muñecas. Me hubiera gustado tener una maqueta idéntica a La Villa para jugar con todos los personajes. Ni siquiera los niños son inocentes.

-¿Dónde estás, Helia? De repente, me he despistado.

 – En Londres, Albertina, ya lo sabes: espero a Patrick.

– Por eso a lo mejor has recordado ahora El Prisionero; como es una serie inglesa, y Portmeirion está en Gales y el protagonista siempre te había gustado mucho…

– Albertina, Gales e Inglaterra no son lo mismo. Ten cuidado aquí con lo que dices. Nos montarán un pollo. Patrick Macgoohan, se llamaba el actor.

– Patrick, ¿ya murió no hace mucho, no?, Patrick Macloquesea, digo…

– Murió. Sabes decir su nombre. No te hagas la tonta. Le has nombrado intencionadamente. Me gustaba, aunque no escapó de La Villa, ya lo sé, Albertina; nadie escapa de sí mismo. Ni los hipnopómpicos. Un aburrimiento. La Villa era una casa de muñecas. Yo ya sabía entonces, siendo niña, que era una representación, La Villa. Nada más real, Albertina, que el teatro. Las casas de muñecas son mausoleos. Nada mejor que el nomadismo. La vida sedentaria, Albertina, nos está matando.

 – Hablas como la Poppins, Helia, y no me parece mal, no crea

 – Pues mi madre siempre decía que Mary Poppins era una soberana tontería.

– Es culpa mía que ella pensara de esa manera y que sea como es. Teníamos que habernos ido  de España cuando la Guerra. Tenía que haber pensado menos en el porvenir y más en la vida.

 – Es posible, no lo sé, pero tampoco la disculpes, Albertina. La vida es difícil; la vuestra, además, estuvo llena de injusticias. Hay que decirlo, no lo hemos dicho bastante. Tú te resignaste; ella prefirió el convencimiento, la ignorancia. Déjame sola, ahora.  Quiero estar sola en Londres, en este bar, en este mínimo punto de exilio y exorcismo. Lejos.

 – Nunca estás sola, Helia, nadie está solo y cada uno acaba siendo su propio controlador, su Número 1. ¿Ves? Yo también me acuerdo de la serie. Número 1, el poder invisible aunque omnipresente. Por tu propio bien hubiera preferido que tus referencias infantiles, las que ya nunca escapan de nuestros personales agujeros negros, estuvieran más próximas a Mary Poppins y a DisneyWorld que a El Prisionero.

 Quizás Albertina tiene razón y pienso en La Villa, en El Prisionero, simplemente por algo así como un resorte simpático: llevo ya un rato escribiendo aquí -Saint James Tavern-,  yendo y viniendo necesariamente por mi historia, que no es únicamente mía. Tengo recuerdos no demasiado nítidos de aquella serie de televisión mítica. Los recuerdos no son muy claros, y sin embargo son muchas las impresiones absolutamente hipnopómpicas que se han colado desde la serie en mi vida y resurgido en muchas ocasiones. Esperar a Patrick y su muerte es otra forma de prisión. Todos somos prisioneros, decía Macgoohan, Patrick (también): y no lo decía

(ver HYPERLINK

http://www.quintadimension.com/televicio/index.php?id=40)

de manera metáforica o por inclinación neoplatónica, lo decía refiriéndose a la más real de las realidades. También escribir estas historias ahora es como estar en La Villa, aunque parezca lo contrario: todo resulta posible, pero no es verdad. Lo único cierto es el estado de conciencia de cada momento, y para mí ni siquiera eso, por la hipnopompia, claro: a menudo me cuesta deslindar sueño y vigilia, diferenciar lo que pienso de lo que hago o digo, separar la escritura de los hechos, digamos, fenomenológicos (me gusta mucho esta palabra); me cuesta, sí, experimentar el presente mondo y lirondo, sin incorporar a ese instante también los momentos pasados que condujeron hasta él, sin adivinar con cierta pasmosa facilidad lo que traerá. Necesito mucha concentración para organizar todo esto, y a veces me cuesta no asustarme.

 

Verá, lector, casi al mismo tiempo que imaginé-soñé los hechos (que son reales y no), de esta novela (que también es otra cosa) recordé, re-ubiqué mis emociones pasadas generadas cuando veía en televisión El Prisionero. Pero he necesitado ir y venir  mucho por Google y las diferentes páginas dedicadas a la serie para delimitar y reconstruir, con cierta solvencia, esas emociones, y sobre todo para revivir las imágenes que vi entonces. He encontrado muchos datos que no conocía; esos datos  han aparecido después de toda mi vida hasta hoy: se han superpuesto a un montón de otros datos procesados durante años. Cuando vi la serie casi no tenía ninguna información acumulada en mi memoria. Así que esta recuperación ha conllevado recorrer toda mi vida de nuevo. Pero no importa: de eso trata este ejercicio de representación (sea lo que sea   la representación: una novela, un holograma transcrito, un monólogo, un sueño: en la serie los sueños de Número 6, que era un hombre libre, estaban monotorizados y podían ser mostrados a los espectadores). Al principio de mi vida yo tampoco sabía muchas cosas de mi historia (de los hechos que me incumben, y  de los que me precedieron, delimitándome en ciertas cosas antes pues de mi existencia) que ahora sé y que he ido descubriendo. No hubiera sido lo mismo si hubiese conocido algunas de esas cosas cuando tenía quince, veinte años. No hubiera tenido la misma vida,  Albertina. ¿Estas ahí, Albertina?

 –  Ahora me has llamado tú. Sí, aquí estoy, Helia. Ya lo entiendo, entiendo tu zozobra, hija, pero a pie de obra uno sólo hace cada día lo que puede.

– Eso no es tuyo, eso lo estás tomando prestado de algún lugar de mi cerebro, eso se lo escuché yo al poeta Joan Margarit, Albertina, en un recital en Zaragoza al que asistió muy poca gente, qué lástima.

-Lo que yo te digo, Helia: la vida a pie de obra; no hay inocencia, nadie es inocente, aunque todos seamos prisioneros. Como en La Villa, o algo así. Y no lo digo, Helia, como propia justificación. Lo que no entiendo es cómo llegaron a emitir una serie como El Prisionero en la televisión única y sacrosanta del franquismo.

-Por ignorancia pura, supongo. O a lo mejor, por todo lo contrario; por agudeza maligna: lo verdaderamente peligroso para el Número 1 de la España de Franco hubiera sido que el Número 6 ( o sea el buen agente secreto desengañado y castigado), hubiera conseguido mutar en Mary Poppins (sin dejar de ser Número 6, Número…, Número…). Pero todos los Números 6 de España acabaron pareciéndose a Número 1, como en la serie, aunque fuera unos segundos. Unos segundos son suficientes para morirse. Incluso para morirse en vida. No soy un número, insistía capítulo tras capítulo el pobre Patrick Macgoohan, Número 6, no soy un número, soy un hombre libre gritaba frente al mar y el gran globo Rover.

– Esta conversación ya no va a ninguna parte, Helia, hija.

– Pues, es verdad.

St. James Tavern, London

The St. James Tavern
The St. James Tavern

Pincha en la puerta del pub, dentro están viendo un partido de fútbol (12 a 1 fue el resultado)

Si te amo, morirás

14:40 h

Si escribo Patrick, escribo tu nombre. Tu nombre no me pertenece. No puede pertenecerme. Patrick es un nombre con mucha historia detrás. Es un nombre como un cometa, pensé algunas veces: y tú eres Patrick, y no edificaré nada sobre ti, sino junto a ti. ¿Cómo escribir tu nombre y no escribirte, construirte? Escribo ahora tu nombre, y escribo sobre ti. Compongo y recompongo mis pensamientos, reordeno los acontecimientos sobre los que pienso, reordeno y todo sucede de nuevo inevitablemente, ya se sabe: soy actriz (sí, soy actriz profesional, trabajo como actriz, pero no hablo ahora de esto, hablo de ser actriz de mi vida, en mi vida, no hay otra manera de vivir). Escribo sobre ti y hace un poco de calor en Londres, no como en el verano de 1982 en España, entonces hacía mucho calor: hola, yo soy Patrick y alguien me ha dicho que podría encontrarte por aquí, le oí decir. No le creí, claro.

 

– Se lo dije yo, Helia

– Lo sé, Rose Mary Taylor, me lo contó Patrick cuando me confesó quién eras, quién era él, quiénes eráis, quiénes éramos.

 

Yo había salido a dar una vuelta por Bilbao; pasaba unos días en casa de mi familia (una vía septentrional y antigua de la emigración). Conocía la ciudad. No pensé que la zona de Moyúa estaría de ingleses a reventar. No sé por qué no lo pensé. Pensaba en otras cosas, supongo. Entre miles y miles de ingleses, al acercarme a la barra de un bar de por allí, escuché: yo soy Patrick y alguien me ha dicho que podría encontrarte por aquí. No le creí, claro. Pero me colé con él al día siguiente en el partido de fútbol. Yo hacía cosas así en aquel tiempo; cosas como irme a un partido de un mundial de fútbol con un desconocido inglés (y no lo digo por el desconocido inglés), y otras cosas igual de tontas, pero más sosas, románticas y bohemias, como dormir en la playa, hacer autostop o beber ron en las pequeñas plazas que crecen sólo junto al mar Mediterráneo. Nada me gustaría más que vivir en una de esas plazas con mar, eternamente. Eso me gustaría mucho, muchísimo, igual entonces, en 1982, al principio, como ahora. Portmeirion tampoco estaba mal, aunque nada que ver con el Mediterráneo. Escribo tu nombre, Patrick, lo he escrito muchas veces. Algunas de ellas lo he hecho como si fuera una variación de mi propio nombre, o como si yo pudiera ser tú en algún momento, quiero decir que he escrito tu nombre amándote sin condición alguna. Ahora me gustaría escribir tu nombre como si pudiera cambiar tu s(m)uerte, como si en mi poder estuviera reescribir verdaderamente la línea del tiempo y las resoluciones que fuimos adoptando en nuestra vida. Simple. Deseo sempiterno. Palmario. Sólo cuando se ama, desea uno cambiar lo que ha sido o lo que es. Yo te amo, Patrick, siempre te he amado. No tiene nada que ver con que siempre supiera que te irías. Como ahora. Si pudiera, no te amaría ya. Tu muerte me hará muy desgraciada. Pero te amo. Tiene el amor muchas maneras de imponerse. El amor permanece porque su naturaleza es monstruosa, metamórfica, y puede matar. Puede matar inocentemente, como Mary Frankenstein Shelley Poppins. ¿Podría yo ahora cambiar el sentido de mi amor hace diez, veinte, treinta años? ¿Podría hacerlo? Si es posible modificar la luz que ya no existe a través de la luz que todavía vemos, ¿por qué no voy a poder amarte de manera que no fracase mi amor? Patrick, sería preciso que no murieras, y sin embargo.

 

– No vendrá, Helia.

– Déjame, Mary Taylor, déjame.

– Me has llamado.

– No. He pensado en Mary Shelley, con tanto poder. Poderosa y humillada. Desolada. Superviviente. Zombi.

– Da igual. Si piensas en ella, piensas en mí, y vengo.

– ¿Has visto a Albertina?

– Has pensado en mí ahora, no en Albertina. A ella no le gusta caminar por Londres. Si fuera París… Yo soy la que te acompaña ahora en tu breve paseo por este Londres dominical, ¿volvemos al pub?

– A mí sí me gusta pasear por Londres, Rose. Mary Shelley paseaba por Camdem Town de la mano de su pobre monstruo asesino. La gente les miraba. El monstruo estaba lleno de amor y sufría por los dos. Nunca la abandonó. Yo no abandonaré a Patrick.

– No vendrá.

– Déjame Rose Mary. Recuerdo muy bien el rostro joven de Patrick, el primer rostro de Patrick que amé. Recuerdo bien cuando paseábamos por Londres, abrazados o no. Déjame volver despacio.

– Has de escribir.

– Escribiré. Deja que vaya este rato por estas calles como si conectaran pasado remotísimo y futuro improbable. Todo cambia a cado paso. Londres morphing … Es muy raro escribir desde tiempos diferentes, en lugares distintos; una sola historia es poliédrica siempre y cada vez que la piensas, o te enfrentas a ella, cambia. No hay ficción, Mary Taylor; no es posible. Si estás convencida, Mary Taylor Poppins, de que no es verdad que vaya a venir Patrick, ¿por qué vuelves conmigo a St. James Tavern?, donde he quedado con él, donde voy a estar esperándole. Mary Taylor, ¿tú sabes dónde está ahora Patrick?

 

En 1982 sentí temor. La primera vez que soñé con Patrick tuve un sueño erótico, más bien sexual. Soñé con él la misma noche del día en el que él me dijo: alguien me ha dicho que podría encontrarte aquí. Durante un momento de ese sueño Patrick estaba muerto. Antes no. Luego tampoco. Recuerdo el rostro del Patrick muerto. Como una imagen subliminal dentro del sueño. Recuerdo el clima sexual del sueño. Nada más. El rostro de aquel sueño ha ido atravesando el tiempo dentro de mi pensamiento. El rostro joven de Patrick, el único que entonces conocía. Me asustó al principio. Luego lo reubiqué. Alguna vez resurgía (veía el rostro de Patrick muerto) en medio del acto sexual, o simplemente durante un viaje, o bajo la oscuridad del cine. A veces se iba durante años. Y siempre supe que era algo realmente producido por el lado autónomo de mi pensamiento, que ocupa casi todo mi cerebro, el lado conectado a la deriva hipnopómpica. No quería que fuera una premonición. Las premoniciones no te dejan ser feliz. Luego me convencí de que un rostro muerto es algo que todos llevamos con nosotros bajo todas las máscaras que van apareciendo a lo largo de nuestra vida, ese rostro, el último morphing …  Y que por lo tanto yo y mi hipnopompia no éramos causa; sólo una especie de detectores con hipersensibilidad. Me convencí; parece razonable el argumento. Y apuré el amor, día tras día. Nada es gratis. Y supe que Patrick se iría, ya desde el principio, incluso antes de que llegara. Una amiga mía siempre dice que todos los hombres se van. Siempre. Se van de muchas formas. Es muy posible que sea así. Pero Patrick no se fue de ninguna de esas formas propias de la especie. Se fue porque es muy difícil soportar la larga sombra de España, si no eres español o quizás, y en caso de ser inglés, historiador de fama.

– Creo que exageras.

 – Mira, Mary Taylor, exagero lo que me da la gana. ¿Cómo no voy a exagerar? ¿Cómo no voy a sacar las cosas de quicio, si estoy aquí, dando vueltas por Picadilly, esperando a Patrick, al que no veo hace años, y estoy aquí porque he venido como un rayo en cuanto él me llamó y me dijo ven por favor, quédate esta vez conmigo, quédate hasta el final?

-¿Tú te oyes, Helia?

– Sí, claro.

– Deberíamos comer algo.

– Yo ya he comido.

– ¿Cuándo? No te he visto, no me engañes.

– He comido algo en el pub, antes de salir a estirar las piernas un poco. Aún no habías venido, Mary Taylor. Y tú no puedes comer, ya no comes.

– Estás muy flaca, Helia. No piensas con claridad.

 

 La primera vez que vi su rostro muerto fue la primera vez que hicimos el amor, y eso fue después del partido Inglaterra-Checoslovaquia (existía entonces Checoslovaquia, faltaban nueve años para que estallase la locura de la Guerra de los Balcanes y algunos más para que Patrick se marchara de nuestra casa y yo y la compañía abriéramos el pequeño teatro de provincias: todos me decían, estáis locos, estás loca; hay pues tantas clases de locura como acciones humanas; abrimos el teatro y ahí está). Patrick se puso un poco borracho y muy eufórico (por el fútbol) y me decía hace calor, podemos ir al parque. Me miraba, me tocaba, pero con cierta timidez, como queriendo sobreponerse, como diciéndose no puedo cagarla. Y esa actitud me gustó, porque no hubiéramos hecho el amor esa noche del Inglaterra-Checoslovaquia si yo no hubiera querido, y no sentí con él la obligación de demostrarle nada, ni de demostrarle que la sombra de España no iba a decirme cómo y cuándo tenía que follar (y eso pasaba sólo porque Patrick era inglés; con los tíos españoles, por el contrario, era todo muy complicado por aquel entonces: querían mujeres muy modernas y muy antiguas al mismo tiempo; modernas para follar y muy antiguas para todo lo demás; era así incluso con los de veinte años, los que al parecer, te decían ellos, eran tus iguales, más o menos). Bueno, da lo mismo. No, no da lo mismo. Patrick era ligero. Patrick me amó, Patrick me enseñó quién era yo. Bueno, no. Yo era ya tal cual, hipnopompia incluida. Patrick, quiero decir, Patrick no le puso  peros  a nada. Incluida la hipnopompia (claro, él ya sabía de esta anomalía mágica por ti Mary Taylor, aunque yo no sabía que él sí sabía). Patrick se merecía todo, pero yo no quise quedarme a vivir en Londres. No me porté bien con él. Y encima tenía razón: este país guarda demasiados demonios en los jardines. Lo decía mucho Patrick; por la película. No hicimos el amor en el parque. Me dio la risa cuando me decía vamos al parque. Nos fuimos a casa de una amiga, que tenia un sofá cama en el cuarto de estar; como hacía tanto calor, sacamos la alfombra a la terraza. Hicimos el amor, y si ahora digo que hicimos el amor y no vi su rostro muerto, si digo, si escribo que nunca vi su rostro muerto, que nunca lo soñé, quizás sea posible que Patrick no me haya llamado para decirme que venga a Londres y quizás él no llegue, quizás no venga, para que yo no le ayude a seguir adelante hasta el final, y así no haya final.  Ojalá pudiera ser, aunque nunca le hubiera conocido y él nunca me hubiera amado y yo hubiera sido mucho más desgraciada.

– Pero, si has tenido el poder de escribir nuestro destino, ten ahora fuerza para aceptarlo: así le dice Byron-Remando al viento a Mary Shelly Frankenstein.

-Mary Taylor Poppins, no me toques las narices:  tuya es la culpa.

Un jersey de ochos

10:55 h.

 

Si sigo leyendo en Internet información sobre la viruela y viendo fotos de personas infectadas llenas de abultamientos lunares a punto de la purulencia, acabaré vomitando el café con leche que me acabo de tomar. Me ha preguntado la camarera si no iba a querer nada de comer para acompañar. He estado tentada. La repostería inglesa me parece siempre visualmente muy atractiva. Menos mal que enseguida he sido consciente de que cuando la pruebo nunca es, sin embargo, de mi gusto, y me resulta o demasiado dulce o demasiado sosa. También le he dicho a la camarera que prefería esperar a almorzar ya luego, un poco más tarde, en St. James Tavern. No se ha molestado por esta observación; o si lo ha hecho, no se le ha notado nada. Me ha sonreído, incluso. Yo creo que le da igual. No puedo evitar echar frecuentes ojeadas hacia fuera, a Picadilly Street, un planeta alucinante para mi provinciana mirada europea acostumbrada a una pequeña ciudad del sur. Yo también he sonreído a mi vez a la camarera, al tiempo que inclinaba la pantalla para ocultarle las terribles fotografías de infectados de viruela. Hay que evitar alarmar gratuitamente a los demás, hay que colaborar en mantener la intensa calma de esta mañana de domingo en Londres. La camarera me pregunta si he venido a los Juegos Olímpicos. Le contesto que muy posiblemente permanezca en la ciudad mientras se celebren los Juegos, pero que no sé si asistiré en directo a ninguna competición. Casi no quedan entradas, al menos para las pruebas más importantes, apostilla. Ya, he decidido el viaje un poco improvisadamente, cierro la conversación con un gesto amable, pero conclusivo, que viene a decir bueno se acabó, tú a lo tuyo, yo a lo mío.

¿Cómo he llegado a la viruela? Quería explicar, amigo lector, que cuando recibí la llamada de Patrick la primera imagen que me vino a la cabeza fue la de un jersey de ochos, blanco, que yo tenía y que llevé mucho en los años universitarios. Un jersey gordo y enorme, que prácticamente hacía las veces de  abrigo en los días de invierno, si no eran demasiado fríos. Durante un par de cursos estuvieron de moda los jersey de ochos, recios y largos como vestidos, anchos. Los llevábamos con bufanda de varias vueltas y guantes de colores. Puse ese jersey en mi maleta cuando vinimos con Patrick a Inglaterra, al principio de nuestra relación, y lo utilicé bastante mientras estuvimos en Portmeirion. Me resultaba cómodo y acogedor. Ese jersey me protegía del frío como un iglú. Me protegía del frío y de otras amenazas ante las que todavía no había aprendido a defenderme, excepto escondiéndome dentro de iglús como mi jersey blanco de ochos, una verdadera envoltura física que evitaba exponer al mundo todos mis contornos. Protección e identidad, claro. Claro. Vestíamos siempre esos jersey durante las manifestaciones; nos permitían movernos delante de la policía mejor que los abrigos. También eran más prácticos para ir de vinos, para entrar y salir en la rueda de los bares de la zona de San Juan de la Cruz. En ocasiones podíamos hacer ambas cosas a la vez, manifestarnos e ir de vinos, y no había en ello frivolidad. Si usted es un lector joven no sabrá quizás que las manifestaciones, que ahora en 2012, recorridos ya algunos dolorosos años de crisis económica brutal y feudalizante, son tan habituales, ya lo eran cuando yo empecé a llevar mi jersey blanco y gordo de ochos, casi tan largo como un vestido corto. Lo tejieron a medias Albertina y mi madre –yo diría que no hicieron juntas muchas más cosas que tejer ese jersey-. Reconozco que me gustó que ambas se ofrecieran a tejerlo al alimón. Nunca he sido demasiado inclinada a las sagas familiares, ni he cultivado realmente sentimientos de pertenencia incondicional a la mía propia: dada nuestra historia, hubiera sido un propósito inverosímil. Pero reconozco que un hilo eléctrico invisible recorre las generaciones una tras otra, y que ese hilo a veces emite un destello, siempre intenso, aunque sea brevísimo y a menudo anacrónico. Las mujeres tejiendo en el salón de nuestra casa constituyen para mi uno de esos contradictorios y paradójicos destellos. Reconozco que es una sensación absurda por mi parte. Pero la vida colecciona cosas y hechos absurdos, a menudo trágicamente absurdos. Seguramente forman parte de las indescifrables –al menos por ahora- transiciones cuánticas, esas que parecen regir el caos de nuestras vidas, nuestra naturaleza tan altamente cruel y contradictoria, como toda la naturaleza lo es. De alguna manera el equilibrio cuántico de mi jersey blanco de ochos, mi iglú, estalló en Portmeirion, tontamente. El amor de Patrick nunca fue un amor al uso. El amor de Patrick era un camino minado. La viruela. No es una metáfora, la viruela, paciente lector -o lectora– (bien, incluyo aquí la apelación al dimorfismo sexual del posible lector o lectora, y espero que todos comprendan que cada vez que me dirija a uno o una de ustedes tendré siempre en cuenta que efectivamente puede ser usted hombre o mujer, según, o incluso hombre y mujer al mismo tiempo; espero que con esta aclaración, hecha ahora como podría hacerla en otro momento o secuencia de pantalla –según el soporte elegido- , se me exima de cualquier descalificación en este sentido; pero lo cierto es que sólo utilizaré el genérico “lector”; no voy a lastrar mis pequeñas narraciones con la pesadez continuada de la diferenciación y quedaré muy  agradecida por la comprensión de las personas más suspicaces en este asunto). No, no es una metáfora la viruela. decía. Mi madre y Albertina tejieron mi jersey durante el mes octubre de 1978. Ellas querían que fuera parecido al de una amiga, que era tricolor y muy espectacular. Pero yo insistí en algo más radical, como el blanco absoluto. El día que discutíamos sobre los colores de la lana del jersey, hablaban en el telediario del mediodía sobre las deliberaciones en las Cortes Constituyentes del texto de la Constitución española, al que darían visto bueno a finales de ese mes. También hablaban de  la muerte en Inglaterra de una mujer, que había tenido lugar en septiembre,  a causa de la viruela. En Inglaterra, fíjate, decía Albertina, yo pensaba que la viruela ya sólo se daba en países pobres (siempre acaba resurgiendo la identificación enfermedad y pobreza). Mi madre nos recordó que yo era portadora de algunas leves señales de la viruela: te hizo reacción la vacuna, nos dimos un susto grande, pero al final no fue nada. Entonces mi madre todavía se acordaba de las cosas. Respondí que yo había oído que se pensaba que la viruela se iba a dar prontamente por erradicada. Y de hecho así fue. Recordando todo esto que he contado, he ido a Google a reunir algunos datos en torno a la enfermedad terrorífica, por simple curiosidad. No por hacer metáforas. He leído que Janet Parker, una fotógrafa de Birminghan, fue la última víctima mundial registrada a causa de la viruela. Se infectó por accidente, al parecer por una falta de seguridad en un laboratorio que manipulaba virus de la viruela –Variola virus, se llama el bicho-, y que estaba junto a su estudio. Las dos últimas víctimas de la viruela fueron accidentales, por problemas en los laboratorios, no por contagio entre humanos, o sea que a efectos reales no cuentan. La viruela mató durante siglos de manera cruel y bastante repulsiva a millones y millones de seres humanos, incapaces de evitar el contagio piel a piel, fluido a fluido, la propagación de un virus excesivamente complicado para ser combatido con profilaxis. De hecho, según he leído, las vacunas eran siempre inestables (experiencia propia) y fueron conseguidas empíricamente,  y no porque se hubiera llegado a descifrar la naturaleza esquiva del virus. Leo que la viruela se declaró oficialmente erradicada en 1980. Erradicada gracias a la vacunación mundial. Sólo el virus acabó con el virus. Dos únicos laboratorios conservan en el mundo muestras hoy en día del microscópico demonio. La razón de su conservación es precisamente esta del desconocimiento de su comportamiento. No sabemos cómo es el mal, que sólo podemos combatir con el mal. O, al menos, eso dicen. Tampoco sabemos cómo es la muerte, una batalla perdida. Entiendo que Patrick, a pesar de sus recursos de hombre de teatro necesite un poco de apoyo. ¿Y a quién le iba a pedir complicidad y empatía sino a mí? ¿A quién se la pediría yo sino a ti, Albertina, y también a ti, Rose Mary? El jersey de ochos también era un disfraz, o , mejor, una máscara, una forma de estar que tenía el poder de generar una forma de ser. No era un número. Era una forma de libertad.

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