La ciudad fue llenándose de un silencio maravilloso y abrumador. Siempre crea silencio y sosiego la caída de la nieve, pero el de la jornada de Navidad del año 1962 será perpetuamente recordado como el de una ciudad paralizada, yerta e inmóvil, de cuyas calles fue retirándose todo signo de vida, a medida que la tarde iba cayendo. Sólo se oía de vez en cuando la sirena de algún coche de bomberos que se lanzaba a la arriesgada aventura de transitar para acudir, con el celo de siempre, a alguna llamada urgente.
Mientras tanto la caída de la nieve ha borrado el desnivel entre bordillos y calzadas, desdibujando el trazado de las calles, bloqueando puertas y accesos, posándose sobre los aleros y las marquesinas. Su precipitación dificultaba intensamente la visibilidad y creaba un misterioso reflejo en el aire con una luz azulada e indefinible que convertía en irreales todos los perfiles y poblaba la calle de peligros y amenazas (La Vanguardia, 27 de diciembre de 1962, http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1962/06/17/pagina-3/32724968/pdf.html).
Siempre que nieva es 1962 y nieva dentro de un balde de cinc. Nunca he visto nevar sobre el mar. Ya no sé qué día es hoy: el mismo que hace unas horas cuando llegué a Picadilly o cualquier otro día pasado o futuro de mi vida. Es el día que sea cuando escriba lo que tenga que escribir en ese momento, porque, mi querida Albertina, todo se reduce a la misma y única melodía vibrando en un único tiempo detenido: la nieve sobre el balde de cinc. Un único tiempo que es no tiempo, en el balde de cinc: el círculo del baño infantil, el círculo de la nieve que las máquinas han amontonado permitiendo caminos de ida y vuelta: 27 de diciembre de 1962, ¡sujétate bien, Helia!, grita mi madre antes de desaparecer, hoy, ahora todavía; ahora sé que yo soy Helia, entonces aún no me llamaba así. Albertina, toda la vida la he echado de menos. A mi madre. Pero, querida niña (dice Albertina con suavidad, -la hipnopompia es lo que tiene, siempre puedes encontrar a alguien a tu lado para conversar-) ella no se fue. No, contesto a mi vez: quizá se volvió blanca del todo como la nieve. Cuando la nieve se derritió, todo había cambiado, Albertina, y ella sólo pensaba en desvanecerse. Luego me hice actriz. Elegí el teatro para no huir nunca, para no abandonar a nadie. La nieve es engañosa, Helia. Ya lo sé, Albertina, en realidad la nieve no existe. También he echado mucho de menos siempre el mar. Lo siento mucho, niña.
Bueno, me conformo.