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Las Hipnopómpicas

Territorio Poppins

Categoría

Albertina

12.02 (making on)

Una día

Una hora

El precio de un libro, de un kilo de carne de buey, de un ramo de flores, de una entrada bonificada de teatro

No sé

En el universo Pop-pins 12.02 es una fecha. Decisiva. Se suicida Albertina, Cortázar muere. El buen monstruo crece y nos alimenta. Albertina Cortázar Poppins

En el universo Pop-pins la creencia dominante es la Metamorfosis (metamorfisis); los seres anfibios no son extraños en el universo Pop-pins. No son extraños en Pop-pins los seres polibiofilos, mutantes (pop-pins es en este universo sinónimo y metáfora de cambio, metamorfosis, personalidad liquida, fusión de estados en el ser y en el estar). En algunos de estos seres la cabeza y la columna vertebral se han construido con materia ficcional, que se ha ido ensartando en las extremidades de carne y hueso, las cuales son las que les permiten cierta habitabilidad en la bioesfera terrestre. No obstante, tales extremidades pueden ser recogidas, plegadas sobre si mismas fetalmente. Entonces, el individuo metamórfico atraviesa membranas inexistentes y crece en la ficción durante un tiempo. A veces esta maduración puede extenderse muuuucho tiempo, treinta años por ejemplo.

A los seres metamórficos raramente los ve nadie, aunque los vean, no ser que hayan sido domesticados en un circo. Sin embargo son, como la materia oscura, los más reproducidos a lo largo y ancho de cualquier Universo.

Proyecto Pop-pins, lo he contado otras veces, se siente deudor constante de los riesgos asumidos por Cortázar y otros no semejantes (nadie hay semejante a Cortázar, nos guste o no su literatura), aunque sí similarmente osados. Y cuando reflexiono sobre la forma en que se fue gestando la historia familiar que cuenta Pop-pins, también sus diferentes estadios de proyecto en ciernes y proyecto real, o sus dificultades para materializarse (?), los treinta años transcurridos desde la muerte del argentino y el suicido de Albertina entran de lleno en dicha reflexión, más bien forman parte del proceso. Y entonces una no sabe muy bien cuándo empezó todo. Cuándo empezó Pop-pins.

2 de julio de 1970

11:50 h

Llegamos hasta la Plaza de España en el 40, un tranvía que en mi barrio daba la vuelta de nuevo hacia el centro de la ciudad aprovechando el vacío circular de un antiguo lavadero. Hacía sol. Albertina me agarraba de la mano con exageración, pero alcancé en un tirón inapelable a coger una de las treinta mil banderitas nacionales que se agitaron aquella mañana, en manos de los niños sobre todo (según describen las hemerotecas, aunque yo, que era niña, las viera tremolando numerosas  con su fuerza insignificante muy por encima de mi cabeza). No me acuerdo de si hacía o no mucho calor, aunque el mes de Julio suele comenzar sin piedad en Zaragoza. Realmente había mucha gente llenando las aceras del centro de la ciudad, pero conseguimos alcanzar la calle Alfonso y nos quedamos muy quietas, esperando. De lo acaecido a mi alrededor aquella mañana ya no conservo muchos más recuerdos. Para re-situarme he recurrido a las hemerotecas online del ABC y de La Vanguardia; crónicas larga, concienzuda y babosamente descriptivas en número y condición sobre los miles de tractores que flanquearon la carretera desde el aeropuerto, sobre los honores rendidos, repiques de campanas, jotas, artillería y  bandadas de palomas azuzadas para que surcasen el cielo una y otra vez. Pero yo, en mi propia memoria, sólo consigo recuperar mi angustiosa sensación de parálisis, la incapacidad para moverme, para gritar, mi estupefacción, un desconcierto que muchas veces he comparado mentalmente con algunos de mis episodios hipnopómpicos más tenebrosos, que de todo ha habido. Sé que en algún momento perdí en aquella mañana el contacto conmigo misma. Nunca se lo conté a nadie. Oigo a Albertina que vuelve a decirme: nunca lo contaste, ¿por qué? No tuve ni tengo la respuesta. Cosas de las que no se hablaba. Pienso a continuación, -cuando ya dejo de escuchar el martilleo de la pregunta insistente de Albertina-,  que esto seguramente ya no se entiende. No se entiende la existencia de cosas de las que nunca, nunca, se habla. Nunca. Hablamos mucho y de todo hoy en día. Se puede explicitar cualquier mensaje. No hay reglas y siempre existe alguien en alguna parte, en el móvil, en un chat, en el correo electrónico, en la televisión, en el autobús, en cualquier parte surge alguien apropiado con quien hablar de algo de lo que no podemos hablar con nadie más. Pero a lo que yo me refiero es a callar algo que nunca contarás absolutamente a nadie. Porque hay cosas de las que no se habla, nos enseñaron. A esa  tremenda soledad yo me refiero. Albertina tuerce el gesto con ira y con pena y me reprocha mi silencio, sólo roto hoy y sólo con ella, se lamenta, cuando ella ya no puede escucharme realmente, pues aunque me escuche sólo puede devolverme el hilo de mi propio razonamiento. No te culpes, le digo. Es que yo te llevé, insiste: ¿cómo no imaginé que dentro de aquel enjambre histérico de abducidos con síndrome de Estocolmo abundaría mucho hijo de puta? – esto, le interrumpo, es un anacronismo, le digo, porque el síndrome de Estocolmo entonces todavía no se diagnosticaba, aunque existiera.  Albertina no responde a mi ironía inoportuna, se duele mucho, cuando le cuento, ahora sí se lo cuento, aunque no sé bien si puede escucharme, que aquel hijo de puta se arrimó contra mi cuerpo en transformación de niña de once años, avanzó su mano bajo mi vestido de verano y se abrió paso entre mis piernas, mientras  él se tocaba y toda la multitud vitoreaba a Franco cuando apareció en el balcón del Ayuntamiento gesticulando como un playmobil (trailer: play –>  ni un solo músculo mueve el muñeco diabólico, sin mover ni un dedo su poder destructor abre vórtices de extrema congelación -no respires, no camines- en la negra radiografía del paisaje muerto -pero yo no tenía ni idea-,  silencio bajo los vítores). Ni mirar pude al otro, al títere asqueroso que manoseaba entre mis piernas. Durante un buen rato no me moví. No hablé. No entendía bien. Entonces de muchas cosas no te explicaban nada, no se hablaba de muchas cosas, insisto. En algún momento conseguí desplazarme hacia la calzada y me abracé, atónita y muda, a Albertina. Yo también muda, Albertina. Como tú. Muda, como tú muda, toda la vida. Ahora lo sé, como un día supe que no habías sido lo que parecías. Y como más tarde entendí por qué quisiste asistir aquel 2 de julio de 1970 a la inolvidable recepción

 (No-do:  play http://www.rtve.es/filmoteca/no-do/not-1436/1486612)

que la ciudad brindó al glorioso caudillo Franco bajo miles de temblorosas banderitas infantiles. Y al igual que ahora te digo, estando como estoy perfectamente despierta, que me alegro de haber callado y no haber añadido a la tuya, que ya es mía, más humillación.

Cosas blanquísimas

 

 

La nieve.

La espuma del mar,  claro.

La ropa blanca en lejía.

El fondo de los ojos de Albertina.

Las azucenas con flores a María que madre nuestra es.

El Prisionero con traje blanco.

La pantalla del cine.

El muro de nieve.

El vestido de la chica de Reina por un día (buscar en el archivo de la web RTVE).

Rover.

La nave Géminis en las fotografías de la época.

Mi vestido de verano y el calor de Atenas.

La hoja de Word que es más blanca que la hoja de papel blanco.

Las muchachas en flor de Proust bajo sus pamelas blancas.

La perrita Marilín cínicamente blanca (buscar en el archivo de la web de RTVE).

Los molinos de viento que no son molinos, amigo Sancho, aunque lo parezcan.

La costa del Azahar.

Extrañamente las arenillas de mis riñones.

Rover.

La luz FFFFFF. La luz en las fotografías en blanco y 000000 (negro) del álbum familiar.

Los dientes pintados de blanco del blanco pintado de negro en los musicales americanos cuando existía el KK Sepulcros blanqueados Sólo lo he visto en la televisión.

Joyce en sí mismo blanco Finnegans Wake, lavado en alcohol.

Los números de la quiniela dominical pegados sobre una pizarra negra / Escala en Hi-Fi (buscar en el archivo de de la web de RTVE, Mochi blanco).

La clara del huevo frito para cenar en invierno.

La hipnopompia cuando no es roja.

La nieve.

Sara ante el espejo de Juan Muñoz.

Mi vestido de primera comunión demasiado blanco y ellos a mi lado no de blanco, de negro (ambos).

Ionesco

La tristeza blanca del rinoceronte.

Rover.

El vaso de leche antes de ponerle Nescafé por las mañanas.

Dadá.

La prisionera de Proust, pálida como el papel. Albertina.

Portmeirion.

Mary Julieta Taylor Lorca Hepburn Poppins

El recuerdo infértil. La traición inútil.  La nube varada siempre frente a la ventana. La enfermedad. El cierzo. El tiempo. La luz. 77. Rover (el gran globo blanco) y el sueño que llega. Entornar los ojos. La Luz en las mañanas del verano de la infancia antes de saber.

Google Earth bajo la nieve

Google Earth bajo una tormenta solar

Ver lugares en el pasado – abandonar

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El sonido de la carcoma (The beatle death clock)

13:30 h

El sonido de la carcoma me ha acompañado siempre. Hoy es veintidós de julio de 2012. En el valle del Ebro hará calor. Amo el verano y el calor en el inhóspito valle. En cambio,  no me gusta el cierzo. No me gusta la carcoma. No me gustan ni el sonido del cierzo ni el sonido de la carcoma. Hoy es veintidós de julio y pienso que vivo en un país en el que, como siempre, como en todos los países, las apoteosis deportivas de sus jóvenes ídolos son adrenalina pura inyectada en la carótida colectiva: ha ganado la carrera de Fórmula 1 Fernando Alonso (enfundado en rojo Ferrari) sobre el asfalto alemán de Hockenheim. Hace unos días “la Roja”  (la Invencible) puso a Europa a nuestros pies maltrechos de pardillos. Campeones de Europa en fútbol. Campeones del  Mundo. Campeones. Somos. Yo misma soy la primera en mostrar un entusiasmo irreprimible cuando Alonso sube a lo alto del podio y babeo un poco y noto que por ello mismo, a ratos, me miran los británicos por aquí con bastante mal gesto. No hay ironía en lo que afirmo. En todo caso, cierta tristeza y un paréntesis de envidia, pues nadie nunca jamás ha exhibido alegría, ante ninguna de mis actuaciones teatrales, equiparable, ni de lejos, a la que yo he mostrado ante el triunfo de Alonso. Tengo, sin embargo, la convicción (lo cual, claro, no es igual que decir que sea cierto) de que soy bastante buena actriz, y juro que trabajo mucho y me esfuerzo. Pero quienes fuimos una vez mordidos por la carcoma, arrastramos para siempre un cierto punto de fatalidad. Sin embargo, no piense usted, amigo lector, que es únicamente cuestión de fortuna (aunque en algo sí). Posiblemente sobre todo es una cuestión generacional. La carcoma apareció de repente la noche en que conocí conscientemente a Albertina, el invierno de 1964. Apareció de pronto porque pululaba por ahí, aunque no la hubiera notado hasta entonces.

            Mi madre estaba a punto de dar a luz a mi hermana, – y yo de convertirme en un ser responsable, sea dicho de paso -, y siempre andaba hablando de lo sola que se encontraba para todo, tan lejos de los suyos. Supongo que vendrías por eso, Albertina. Nunca volví a conciliar el sueño con facilidad. Sufro de insomnio desde entonces. Reconozco aquí que no creo que sea culpa tuya, lo hemos discutido mil veces. Quiero que quede bien sentado, abuela. Y ya sé que no te quieres que te llame abuela, no lo haré más, pero alguna señal de nuestra ligazón emocional, clara y asumible, como una baliza de navegación, tienen que tener los lectores. Con lo raras que debemos resultar: yo, hipnopómpica, y tú, con este nombre, Albertina; más un carácter que un nombre, nada español por cierto. También lo hago porque me gusta; has sido y eres mi abuela, al fin y al cabo, porque esa ha sido tu forma de estar en la vida respecto a mí. Me aprovecho, pues, de esta excusa de la necesaria deferencia hacia los lectores para restituirte tus derechos de vida dentro de la mía propia. Piensa, Albertina, que eres la única persona que siempre ha estado a mi lado sin condiciones, viva o muerta, o personaje, o como sea. Aquella noche la recuerdo muy bien. Es una de las noches de mi vida que mejor recuerdo. Dormías como una muerta en la cama de al lado y me costó mucho empeño despertarte con mis gritos y sollozos. El sonido de la carcoma instalada en la cómoda de mi habitación me había despertado y me tenía paralizada entre el miedo y la angustia. Sólo podía llorar y gritar. No tenía ni idea de lo que era aquel ruido atroz, incansable, inmenso en la noche, creciendo gracias a mi atención. Junto a la ventana de mi habitación infantil, en la fachada del edificio, colgaba una farola, que alumbraba siempre el interior del cuarto. Eso no me tranquilizaba. Todo lo contrario. Mi imaginación ha sido siempre altamente irracional. Y la carcoma invisible parecía acelerarse y amplificarse a la vez que mis propios latidos. Mi aullido infantil llamándote, -llamando a una desconocida, como eras entonces- apenas consiguió de ti una respuesta medio dormida, que aún me acongojó más. ¿Qué es eso que se oye?, grité ahogada por la histeria. No oigo nada, me dijiste. ¡Eso, cra, cra, cra…!, insistí. ¡Ah!, será el escarabajo del reloj de la muerte, medio contestaste, y te diste la vuelta y desapareciste. Deberías cuidarme algo mejor, Albertina. I want to hold your hand, sollozé. Los hipnopómpicos somos capaces de expresarnos en casi cualquier idioma en un momento dado, aunque no poseamos conocimientos conscientes de tales idiomas. Pero ya no me oías. The beatle death clock, me repetí entonces. De los otros Beatles  nadie me hablaba en 1964, aunque estuvieran a punto de ser los escarabajos más famosos del planeta. Pero en España sólo se barruntaba a todas horas la carcoma. La que infectaba los estupendos muebles sesenteros de mi habitación, recién comprados, con sus viejas larvas incorporadas, eternamente raquíticas, mediocres y siempre resurrectas, vorazmente castradoras. Hoy es veintidós de julio de 2012 y estoy a kilómetros de distancia de donde querría estar. Aunque es aquí donde debo estar. Cosas de la hipnopompia. Me empeño en estar bien: Sargent Pepper a través de los auriculares del ordenador me alimenta, mientras escribo, con una buena dosis de felicidad flotando sobre el interminable ruido de las calles de Londres, -sobre los laberínticos túneles subterráneos atestados de extraños escarabajos velocísimos-, que nunca cesa. Albertina, deja ya de mirarme (tono de súplica). Hoy es 22 de julio. Desde la escalinata del Memorial Shaftesbury, donde antes me he quedado un rato a observar el entorno, hasta la entrada de St. James Tavern he oído muchas conversaciones en español. Nos saludamos entre nosotros con inhabitual complicidad. El rugido de los estadios ha aniquilado por fin al persistente sonido de la carcoma. Pero no somos felices.

La ley del desierto

13:10 h.

 

Albertina se suicidó el mismo día en que murió Julio Cortázar. Y el mismo día en el que miles de personas murieron.  ¿Cuántos muertos, pues, al día, cada día? Febrero es el mes de la muerte por agua. No lo es en las calles azotadas y vapuleadas por el viento de Zaragoza, en las calles temerosas: en Zaragoza, febrero es el mes del Cierzo. Mucha gente se suicida por culpa del viento que no cesa. Ya sé, Albertina, que no te gusta que hable de ello. No hay más remedio ahora, sin embargo. Siempre llega un momento inevitable para hablar de lo que nunca se habla. Debemos hablar de la ley del desierto. No viene el viento desde el desierto, al este de la ciudad. Por el contrario fue el viento frío del norte quien labró el desierto que nos rodea. Después de que te quitaras la vida, el teatro fue mi salvación. Suicidarse al cabo de tantos años de empeñarse en vivir, Albertina, no parece demasiado coherente. Pensé que estarías enferma y habías preferido, por una vez en tu vida, tomarle la delantera a lo que ha de ser. Pero el forense lo negó. Después de tu suicidio, adopté la ironía como forma de vida.  Decidí fingir con convicción, que viene a ser lo mismo. El teatro fue mi salvación.  Y cuidar de Patrick, mientras él quiso ser cuidado, mientras se quedó a mi lado. Le cuidaba procurando que pareciera que no lo hacía. Los seres melancólicos tienden a escapar y a menudo aparentan un orden y una fortaleza excesivos. Lo hacen para no andar cambiando de naturaleza todo el tiempo.  Por el contrario, a los hipnopómpicos cambiar de naturaleza nos sienta bien; alivia la presión y el estrés de cada día. Siempre supe que Patrick regresaría a la bruma de Inglaterra y que yo no iría con él.  Supe -inteligencia emocional-, desde el principio, que me abandonaría.  Pero eso no tiene nada que ver con que yo ahora  haya acudido sin pensar  a su llamada.  He venido porque ante la muerte todo otro dolor cede. Hay una profunda corriente entre los dos que nunca desaparecerá.  Ni siquiera con la muerte se diluye.  Cuidar a Patrick, siempre tentado por la melancolía inglesa, era la única forma en que podía amarle sin abrirles la puerta a las sombras. El teatro fue mi salvación, y el pequeño Macintosh 128K, al que llamábamos cabezón, -se le ocurrió a Patrick-,  y al que tratábamos como a un habitante más de la casa.

 – Patrick no vendrá, Helia.

Ya  me decías entonces, Albertina, que los ojos de Patrick sufrirían mucho con la luz implacable de España, con el resplandeciente desierto. Los desiertos obligan a las sombras a concentrarse en puntos muy concretos del mapa y del tiempo. Las sombras concentradas producen, cuando estallan, guerras interminables de guerrilla. En este país -España, digo-  es imposible ordenar los paisajes, por eso los habitantes de este país -digo España-  no somos melancólicos. Somos coléricos. No hay ley en el desierto, pero el desierto invade la ciudad e impone su no ley, las tormentas de arena llegan cíclicamente y el desierto ocupa hasta el más escondido rincón de los armarios, de las trastiendas y de los corazones. Es más fácil gobernar un pueblo bajo la bruma y la melancolía. No somos gente de gobiernos razonables la gente colérica a la que rodean los desiertos. Y mientras me intentaba inculcar estas cosas, Albertina se suicidaba. Por culpa mía. Por culpa de la bruma de Portmeirion. Por culpa de Rose Mary Taylor, la Poppins. ¿Qué hora es? Londres es un lugar sin horas. Un no lugar. Un no tiempo.  Agujero de gusano. He citado a todas las dimensiones de mi pensamiento en Picadilly. Van viniendo. Es alrededor del mediodía. Ellas, Albertina y Rose Mary, vendrán a la hora del té; Patrick a la hora de las cervezas. La vida en los bares es a menudo la salvación. Estoy en St. James Tavern y no actúo, no soy actriz ahora porque no oculto nada: escribo.

Otras veces, muchas veces, he estado en otros bares. Creíamos en 1984 que hasta los bares no alcanzaba la ley del desierto,  sólo la ley del mar. Pon la radio, por favor, le decía siempre a un camarero que, cuando yo era niña, trabajaba en un bar de la Plaza Real de Barcelona: alguna vez íbamos a tomar calamares y cerveza. Íbamos todos, antes de que ella se desvaneciera.  Ella ha sido mi madre. A Albertina no le gusta que hable así de mi madre. A Albertina no le gusta que hable así de nada.  Me dice que, aunque tenga razón, no debo ser cruel. Pero yo no hablo. Sólo actúo. Ahora no, ahora cuento. Y lo que cuento, quién sabe si ocurrió, dónde, cómo. Todo, lo ocurrido, lo pensado, lo imaginado está ya solamente disponible en mi pensamiento. ¿Quién distingue? Todo está ya bajo la ley del desierto. Los bares, decía, el mar.

 

Parecía una  epidemia. El suicidio, digo.  Los suicidios parecían una plaga. Una maldición. Y el sida. La ley del desierto. Pero decíamos que en el desierto no hay ley… Albertina, falta mucho aún para la hora del té, no debes llegar todavía, déjame sola, déjame ahora hipnopómpicamente sola, déjame a mí, sola un rato. Te aguantas si no te gusta lo que escribo. El día que compramos el Mac 128 K, se suicidó M.H. Lo compramos a plazos. Era un lujo para nosotros ese Mac, pero no sabíamos Patrick y yo que fuera a ser tan importante en nuestras vidas. Hicimos muchas cosas con  el cabezón: escribimos mucho, diseñamos unas cuantas escenografías que nunca salieron de su pantalla, empezamos nuestras tesis que nunca  terminamos. Intuimos con perspicacia de actores que lo importante de comprar aquel Mac 128 K era que él tenía mucho más futuro que nosotros; quizás podría arrastrarnos. Era una esperanza. En cambio, a M.H. lo encontraron un viernes por la mañana junto a la barra del Modo.  El Modo era un bar forrado por entero de blanco y plata, precedido de un largo túnel. Si lo piensas, el Modo terminó siendo un largo pasillo hacia la muerte. A mi me hacía pensar en Kubrick y Lorca, La Casa de Bernarda Hal, exclamaba yo cuando quería llamar la atención. Hacíamos muchos ejercicios de improvisación en la Escuela de Teatro, pero no estábamos preparados para el suicidio de M.H., y él no estaba preparado para el sida; aunque desde siempre era como si ya supiésemos que todo sucedía por encima de nuestras cabezas. Para el suicidio de Albertina nunca he estado preparada. Ni siquiera ahora, casi treinta años después de que ocurriera.

–       Ya pasó, hace mucho, Helia; hasta yo misma lo he olvidado.

Cualquier cosa sucede en todo tiempo, Albertina. Y algunas cosas es como si no hubieran llegado a ocurrir, especialmente si otro hecho tuvo tanta importancia para nosotros que no dejó ya espacio para casi nada más. Pero las cosas y sus acontecimientos se quedan suspendidos, detenidos, en alguna recámara del tiempo y a veces de repente surgen proyectados. Del año en el que tú te suicidaste recuerdo melodías y canciones y bares y el desierto. Me daba miedo ir hacia el mar porque para llegar al mar desde Zaragoza siempre hay que cruzar antes  un desierto. Cuando pienso en ti, suicidándote, Albertina, suicidándote a los ochenta años, pienso siempre en el desierto. Tengo un sueño hipnopómpico, cuando pienso en ti suicidándote: estás en Portmeirion, en casa de Número 6, y tomas  tus pastillas (¿quién te dio las pastillas, Albertina?) con el té, y dices con voz profunda que nunca fuiste un número, que siempre tienes miedo y que ya no puedes responder a nada; pasas la mano por el reverso del tablero de mármol de la mesa y lees tu nombre, y al volver tu cabeza para mirarme es mi rostro el que veo; no mi rostro de ahora, sino el que se habrá ido quedando en los espejos de los bares de Zaragoza durante 1984, rotos-detenidos contigo.

 

Escucha, escucha: Cuatro Rosas, Escuela de Calor, Deseo carnal, Tonight, Lobo-hombre, On love… Bailábamos Patrick y yo, porque yo no podía dormir y las noches eran inacabables y dolían. La música había cambiado tanto en unos años. La música flotaba sin más. Todos flotábamos bajo la tierra de repente. Todos flotábamos, autopropulsados, como los astronautas en el Espacio: recuerdo esa imagen en televisión, pero no recuerdo las del hambre horrible en Etiopía ni las de la muerte en Bhopal. Tampoco recuerdo las Olimpiadas de Los Ángeles, y si recuerdo a los astronautas flotando en el Espacio quizás sea porque ellos regresaron a tierra firme justo el día anterior a que Albertina se suicidara.

 

Ha sido un acto de amor, recuerdo que me dijo Patrick, a los pocos días, aunque yo no lo entendí. Rose Mary me escribió. Patrick le había telefoneado para contarle lo tuyo, Albertina. Decía sentirlo mucho, y también entenderte; insistía en que ahora que era como si yo ya no tuviera más familia que a Patrick y a ella misma (eso lo decía aunque mi padre y mi madre vivían en alguna parte), y que ella me acogía como su nieta. Cuenta siempre pues conmigo, un beso, firmado, Rose Mary. Pero no lo hice. Y eso que Rose Mary me entendía bien.

 

 –       Era difícil, lo sé, querida Helia.

Por favor, Rose Mary, tú tampoco puedes venir aún. Falta mucho para la hora del té. ¿No habrás visto a Patrick?

La Poppins

15:00 h.

 

Albertina y Basilio vinieron a pasar con nosotros las Navidades. Mi hermana, que no es hipnopómpica, tenía un año recién cumplido y yo ya había conseguido reubicarme en el seno de la familia, tras los extraños meses que siguieron a su nacimiento. Fue en esos meses cuando yo comencé a manifestar los primeros síntomas de la hipnopompia,  propiciados sin duda por el repentino y lógico desplazamiento que sufrí dentro de mi entorno más próximo, que éramos madre, padre y yo misma (pues yo misma comprendía que mi amor por la pequeña niña crecía día a día y me llevaba a realizar actos y a albergar emociones y pensamientos en contradicción evidente con mis intereses; los niños pensamos muy deprisa porque lo pensamos todo de golpe, planteamiento y conclusiones).  Albertina vio rápidamente que mis temores nocturnos eran una de las consecuencias de la progresión de la hipnopompia: esos temores persistirían muchos años, hasta que conseguí -ya adulta- encarar la naturaleza híbrida, metafórica y multidimensional de mis percepciones en tanto que persona hipnopómpica. Téngase en cuenta que no hay literatura psiquiátrica, ni siquiera esotérica (hubiera sido al menos un placebo) que explique muchas de las situaciones y los fenómenos que le acaecen al ser hipnopómpico. La ignorancia personal sobre lo que a una le ocurre sólo puede así ser solventada a partir de las propias experiencias vividas, gota a gota, una costosa, dolorosa y a menudo (créame, estimado lector) arriesgada maduración.  La hipnopompia, por contra de lo que suele creerse, no es únicamente un estado pasajero de la consciencia que regresa del sueño; es en realidad una cualidad de la evolución cerebral. La llamada locura u otros extravíos mentales diversos (como la esquizofrenia) suelen ser algunas de las formas en las que, a mi modo de ver, desemboca una hipnopompia no reconocida o mal gestionada. Los seres hipnopómpicos somos diferentes. Esto es así. Albertina era hipnopómpica, como yo. Lo cual parece indicar -además de por otros casos conocidos- que la hipnopompia puede ser contagiosa además de hereditaria, y parece igualmente que, en ambos casos, sólo por vía femenina, aunque afecta a mujeres y hombres. Por ello, en el caso de un varón, la hipnopompia no progresa en sus características mucho más allá de cómo haya sido recibida, pues el varón hipnopómpico es un eslabón final, una especie de vía muerta. Sin embargo, las mujeres hipnopómpicas asumen además la responsabilidad de evolucionar dentro de la singularidad hipnopómpica y de transmitirla. Por fortuna para mí,  Albertina ha sido mi instructora y mi salvavidas. No es que la chiquilla no tenga imaginación, le dijo a mi profesora justo antes de las vacaciones de Navidad, cuando aquella me reprochó su falta al escribir el cuento inevitable de todos los años; lo que le pasa es que tiene mucha y le da miedo usarla, porque usar la imaginación en un cuento de Navidad puede traer muy malas consecuencias. Bueno, refunfuñó la señorita Pilar (sesenta años más o menos): explíquelo como usted quiera, pero que la niña lea cuentos no le vendrá mal. Pues no, concluyó Albertina tirando de mí hacia el pasillo -mi madre, espectadora medio petrificada-, no le vendrá mal; si eso es todo lo que se le ocurre a usted…, felices fiestas, señorita. Subrayo el apelativo, porque Albertina (que sabe, cuando quiere, tener muy mala entraña) le soltó la despedida con el retintín que en aquella época volvía equivalentes señorita y solterona.

Desde aquel despacho, sin dejar de arrastrarme con determinación casi telúrica, olvidándose por completo de mi madre, que no se apuró un ápice para alcanzarnos, llegamos en un boleo a las puertas del Cine Victoria, en el paseo Fabra i Puig, donde pasaban de estreno Mary Poppins, que arrasaba (y por eso, porque arrasaba, supongo que la ponían en un cine habitualmente de reestreno: todo un universo la cultura del cine de reestreno, ligada, claro está, a una época en la que el tiempo era duración). Albertina permaneció inmóvil y muda durante toda la proyección, y cuando terminó, me empujó fuera del cine con la misma fiereza con la que me había llevado adentro, impasible a mi petición infantilmente insistente de que nos quedáramos a ver la otra película de la sesión doble continua  (en realidad, Mary Poppins se pasaba en segundo lugar porque era la cinta más importante, y americana; la primera que había ya terminado cuando nosotras llegamos era una de Marisol, y ahora volvía cíclicamente a comenzar -recuerdo bien que en algunas de estas sesiones dobles yo repetía pase: disfrutaba mucho más con la segunda visión de la película, porque podía detenerme en detalles;  los detalles son un asunto que importa mucho a los niños-).

 

  – ¡La Poppins ésta, gruñó Albertina, es de poco fiar, la conozco bien!. ¡¿No te lo crees, eh?! ¡¿No te lo crees?! Pues créetelo.

No entendía yo mucho todavía a Albertina; no sabía qué pensar,  aún menos qué decirle aquella tarde del 21 de diciembre de 1965, mientras ella insistía:

 – A la Poppins ésta me la he encontrado ya en otras ocasiones, en algunas incluso la he tratado de cerca. Mírala ahora, se pasea por Londres, enfundada en ese traje bobo de niñera; pero no hay que dejarse engañar: es inteligente y puede ser cruel. Es la Encantadora. Vaya que si hemos hablado ella y yo… te diré, algunas veces, de tú a tú estuvimos hablando…, como nosotras ahora, más que eso, te diré…

¿Cuándo ha sido eso?, pregunté (tenía que preguntar algo, pensaba que Albertina lo esperaba, aunque seguramente no era así, ella solamente, quizás, hablaba): hace mucho, dijo con cierta brusquedad. Frenó Albertina su paso y su ímpetu entonces, y durante un rato caminamos tranquilas, aquella tarde templada de diciembre, por Fabra i Puig (entonces Fabra y Puig), la gran avenida de mi infancia, en silencio absoluto. En la plaza Virrei Amat (entonces Virrey Amat) había un gran arenero y un tobogán. Puedes tirarte un rato por el tobogán, me dijo Albertina, y también dijo, mientras yo me lanzaba repetidas veces: Mary Poppins Taylor vino a mi casa en Zaragoza a principios de la guerra civil, el día de la muerte de León Ponce, y a Mary Gilberta Swann Poppins la conocí en París el día de la muerte de Marcel Proust. Antes de lanzarme por última vez, la interrumpí: ¿quiénes eran? Ya lo sabrás, ahora no importa todavía; fíjate, añadió con cierta tristeza, Mary Gilberta vino con Man Ray, un fotógrafo que le hizo a Proust muerto un retrato muy famoso; yo creo que también era un espía.

– No sé, Albertina, no sé de qué me hablas, grité dejándome ir tobogán abajo (atravesando mi propia vida hasta llegar a hoy).

 –  ¡La Poppins está por todas partes!, se enfada Albertina, aunque ya no nos escribamos, nunca me dejará en paz. ¡A casa, niña, se pone frío!

Visité el 8 de septiembre de 2011  el Museo Reina Sofía de Madrid y vi allí unas fotografías de Man Ray. Esas imágenes casi desaparecen debido a la pulsión inasible de la luz y el movimiento, la pulsión inasible de la vida. En cambio, la inmovilidad literaria y absoluta del cadáver de Proust que él retrató parecen indelebles. Busco  ahora esa fotografía en Internet y he vuelto al tobogán. Hoy es 8 de septiembre de 2011 y estoy en Madrid, y es 22 de julio de 2012 y estoy en Londres, y es 16 de agosto de 1936 en Zaragoza, y es 21 de diciembre de 1965 y estoy en Barcelona, y 22 de noviembre de 1922 en París, porque puedo recorrer esta línea de mi universo personal en todas las direcciones y pensar en unas cosas mientras hago otras y asumir otras que me corresponden sólo por herencia o empatía y, de alguna manera que no comprendo bien -acaso sea gracias a la hipnopompia-,  sentir la realidad de todo ello y vivir tantos reestrenos como sea capaz de soportar mi delicado corazón hipnopómpico (es una metáfora, una forma de aludir al umbral de dolor personal): porque ese corazón, unas veces es Helia y late en Londres y espera a Patrick que se va a morir, otras es la que escribe inmaduramente sobre Helia, otras Albertina, la que guarda el silencio y el miedo porque hay que seguir viviendo, otras Rose Mary Taylor instalada en su universo medio lisérgico, y casi siempre todas a la vez en casi todas partes.

 

 

 

París, España

15:20 h.

 

Los territorios imaginarios son realidades en las que no hemos podido poner pie todavía, en las que aún no hemos llegado a vivir, pero que son. Los territorios imaginarios se ubican con facilidad en cualquier espacio simplemente posible, también en cualquier cerebro. Se tele-transmiten a través de las ondas cerebrales, de persona a persona, y así amplían su dimensión y potencian su influencia, multiplican sus probabilidades de acontecer en un momento dado y en un lugar concreto de la materialidad histórica, aunque ello, ciertamente, suceda muy pocas veces. Los territorios imaginarios adoptan muchas apariencias, según quien los proyecte, y en general no son reconocidos por casi nadie, o como mucho vienen a ser catalogados en el espectro del intelecto que pertenece a la locura, la excentricidad, la enfermedad mental, también a la hilarante imaginación de algún autor de vanguardia, o quizás al cálculo visionario de la ciencia. Pero yo te aseguro, Helia, que estuve en París a comienzos de los años 20, a la sombra de Proust. Viví en París hasta que Proust murió y ya no tuvo sentido que siguiera allí. Murió Proust y casi al mismo tiempo mi padre, como hizo el tuyo décadas después, se marchó. Los padres, y en general los hombres, han practicado la huida habitualmente en todas las épocas. Mujeres creciendo entre mujeres, territorio proustiano. Territorio cadáver. O la transformación. Territorio Poppins, ya me entiendes. Supe que no podía ser.

 – ¿Por eso te quedaste con Basilio?, Albertina, ¿porque él no se iba a marchar?

– Quizás tengas razón. Pensé siempre que lo hice por tu madre, para protegerla. Pero es lo mismo, al fin y al cabo.

– Basilio era bastante tirano.

– Es que no son capaces, Helia, los territorios imaginarios de distorsionar la evidencia histórica hasta el punto de procurarnos una vida completamente buena y justa.

– Mira, me gustaría que alguna vez me dieras datos concretos, hechos verificables. Tanta hipnopompia me está matando. Necesito alguna apoyatura documental. Lenguaje claro.

– Ningún dato te procurará ninguna seguridad, ninguna verdad. De todas formas, no tengo inconveniente en relatarte algunos hechos positivos, claros, como tú dices. Eso sí, ni se te ocurra convocar a Mary Taylor mientras yo estoy hablando ahora contigo.

–  Ya te he dicho que no espero a Mary Taylor hasta la hora del té. ¡Qué cansinas, las dos, con tantas susceptibilidades, toda la vida y la no vida!

 – Sólo hay vida, Helia. Eso que llamas la no vida no existe, la nada no existe. Mira hacia esta calle de Londres, se ha quedado asombrosamente casi vacía. Pero la vida está, aunque no se vea. Como Mary Taylor Poppins, que dices que no está, pero con la que te he oído hablar hace un momento. Procedo al relato que exiges, pero no cambiará nada, insisto. Mi padre era médico (esto ya lo sabes). Cuando él se marchó a Argentina y nos abandonó, yo abandoné a mi vez definitivamente París, porque tuve que ayudar a mi madre a sacar adelante a la familia. Esto también creo que te lo he explicado, no sé bien si en vida o en esta dimensión de la hipnopompia en la que nos hallamos. No importa.

– Sí que importa, Albertina. El orden y el tiempo en el que las cosas se hacen, o no se hacen, es esencial. El orden de factores sí que altera el resultado. Siempre. Pero en fin, ya no tiene remedio.

– Eres muy dura, Helia. No me das sosiego. Pero te comprendo, hija, aunque te noto un tanto obsesionada, ¿qué quieres que te diga?. Bien, vamos por orden. Primero, pues, París.

 

Empecé a trabajar en la Biblioteca pública de Zaragoza en cuanto se inauguró. Eso fue en 1920. No había biblioteca antes de ese año en la ciudad. Estaba la biblioteca de la Universidad, eso sí, y yo me había ofrecido para ayudar en ella. Era el lugar más cosmopolita de Zaragoza. Leía yo mucho, además. Siempre he leído mucho. Como bien sabes, Helia, los himnopómpicos somos lectores especialmente preparados, perfectamente capaces de, como dicen los exégetas banales, vivir la lectura como si fuera una realidad más. Son banales porque piensan y sienten en un solo plano. No entienden que la lectura es efectivamente una realidad, no como una realidad. Es una realidad cristalizada desde las posibilidades que baraja quien la piensa; cada escritura, lectura y relectura constituyen evidentemente una nueva realidad. Los hipnopómpicos leemos viviendo lo que leemos. Al igual que vivimos lo que soñamos. Bueno, son formulaciones físicas y psicológicas ya muy antiguas, en fin, la incertidumbre, los sueños, el inconsciente, en fin, tú ya sabes bien todo esto: has estudiado arte dramático, te lo contarían, lo habrás experimentado. Ser hipnopómpica y actriz, Helia, es un salto doble mortal. Intento cuidarte, niña. París. Sí. Disculpa.

Me empeñé en ir a la Universidad.  Cuando yo era joven no se estudiaba arte dramático. Me matriculé en Historia. No había otra opción para una mujer en Zaragoza por aquel entonces. Pero la hipnopompia ayuda también a sortear la realidad, es lo  que tiene: te da valentía. Trabajé duro cuando estudiaba bachillerato en el Instituto. Eran los años finales de la Primera Guerra Mundial y yo pensaba que cuando la guerra terminase me iría lejos a estudiar, me iría a París, o a Londres, o a América. Mucha gente se iba entonces a América. Mi padre también se fue a América. No sé muy bien por qué. Cuando estudiábamos mi hermana y yo en el Instituto, mi padre nos pasaba libros y revistas. En 1920 en los Estados Unidos aprobaron el voto de las mujeres,  y mi padre nos dijo: algún día llegará para vosotras. Para mí no llegó nunca. Bueno, una sola vez, en 1933, porque los obligatorios simulacros de Franco no cuentan, claro. Tenía que haberme ido fuera de España yo también. En el 36, tenía que haberme ido, y haberme llevado lejos a tu madre, teníamos que habernos ido a Inglaterra, o a América. Me echaron de la Biblioteca ese verano del 36. Ya no volví a trabajar. Si Basilio hubiera intervenido, claro, hubiera podido seguir trabajando después de la guerra. No te hace falta nada, decía, ¿para qué?. Es mejor que te quedes en casa, insistía, para que todos sepan sin duda que ya no tienes nada que ver con el pasado, decía, decía; siempre tenía algo que decir. Y yo temblaba, y pensaba también que sí, que mejor en casa y en silencio. París. Perdona, Helia, los viejos nos extraviamos mucho por la memoria, y aún más los viejos hipnopómpicos, con tanta facilidad para las asociaciones mentales, qué te voy a decir… París, sigo.

Si te digo la verdad, no sé o no recuerdo cómo caí en las manos de Proust. Aparecí de pronto una noche en su cuarto del 44 de la rue Hammelin. Proust escribía siempre. No le extrañó mi presencia. Yo tampoco me extrañé de estar allí. Siempre escribía, aunque algunas noches salía de soirée al Ritz, y yo iba con él y me presentaba, claro, a todos sus amigos y conocidos: Madame de Sevigné, que me sometió a todo tipo de preguntas, que yo no podía contestar, o Saint Loup; una vez vi a Odette, bueno, ya sabes, Helia, todos ellos… Eran bastante fantasmones en general. Proust le dijo a Céline que me acompañara a las mejores tiendas de ropa de París, para que pudiera ir bien vestida cuando saliéramos. No tenía mucho dinero Proust. Pero yo no lo sabía. No sé quién pagaría. Me volvía loca la ropa de París. Proust no escatimó. No era nada sexual. O al menos nada explícitamente sexual. Me refiero a nuestra excelente compenetración. No por su parte. Yo hubiera podido amar a Proust o a cualquiera que me comprara aquella ropa y me llevara a sitios como el Ritz, o el Grand Hotel, aunque fuéramos a esos sitios tan apenas cuatro o cinco veces durante todo el tiempo que viví en París, en la casa de Proust. Él me dijo  que le recordaba a Gilberta, su primer amor, me mintió. Yo no le dije nada. Alguien muy cercano a él ya me había dado a entender que a Proust no le gustaban las mujeres. Se trajo a cuento, de paso, el nombre que Proust, así me lo contaron, jamás había vuelto a pronunciar desde que lo había abandonado.  Alfredo Agostinelli, me susurraron una única vez.  Quiso ser aviador. Los aviones hacían furor, tan llenos de futuro. Alfredo Agostinelli, me informaron, se había matado en 1914, volando.  Pero yo no esperaba nada. Me dejé atrapar. Me dijo que necesitaba una prisionera. Proust me dijo que era seguro que no le quedaba mucho tiempo de vida, que él se daba cuenta y eso le angustiaba enormemente; pensaba que podía morir a cada minuto, y tenía miedo, un miedo intolerable. Necesitaba una prisionera en quien fijarse para componer el último gran personaje de su novela. Necesitaba un modelo, porque no quería hablar de sí mismo. Fui una magnífica prisionera hasta el mismo día en que murió. Aunque a veces, cuando los medicamentos le aturdían, me escapaba un par de horas, necesitaba respirar, necesitaba recorrer París.  Me vestía con mis hermosos vestidos de Patou, de Poiret, y me iba a Longchamp un ratito, a veces a Bon Marche, y otras veces al café Dôme, o a la Coupoule. Iba casi siempre sola, porque en París no pasaba nada si una mujer iba sin compañía a un café. Tampoco si entablaba conversación con un desconocido. Yo hablé con alguna persona muy pocas veces. Una vez con Picasso, quien me dijo que no le caía nada bien Proust –pero yo sabía que no le conocía, que Picasso sólo pretendía impresionarme-. Me dijo que todo el mundo hablaba de que Proust era un tipo muy raro. Además me informó de que todo París sabía que yo era la española prisionera de Proust y me dijo que ni se me ocurriera quedarme con él, que huyera, que los artistas españoles que vivían en París me ayudarían. Pero yo insistí en que había ido a París en buena parte por Proust, que no se preocupara. Picasso no iba a preocuparse, seguro, eso lo vi enseguida. Me dijo, al despedirse, que no conocía Zaragoza; le respondí que debería ir alguna vez, al menos para ver las pinturas de Goya en el Pilar y en la Cartuja. Se lo dije para que viera que yo era una mujer instruida, que entendía de pintura, porque me daba igual que no conociera Zaragoza. Y supongo que a Picasso le daba igual si una mujer entendía o no de pintura. Yo era muy feliz cuando me escapaba a recorrer París. Bueno, también en Zaragoza una mujer podía ir sola a un café, al Ambos Mundos, por ejemplo. Cuando ya no se podía ir sola a los cafés fue años más tarde. Después de la guerra ir a un café se volvió algo malo, y para castigar a la mujer que se atrevía a hacerlo todo el mundo se ponía todo el rato a hablar pestes de ella, hasta que enloquecía. Enloquecieron muchas. Yo dejé de ir a los cafés. Tampoco tenía tiempo para salir mucho, entre ayudar en el colmado a Basilio y atender la casa. A trabajar ya no volví nunca, bueno te lo he dicho antes, y ya lo sabías. Hay muchas formas de cárcel, ya sabes. Disculpa otra vez. Esta cabeza. París. Poco más ya que decir. París era divino. Pero tuve que volver cuando murió Proust y además mi padre se fue a América. Mi madre me lo contó sin rodeos y me tranquilizó asegurándome que ella ya se lo esperaba, que no me preocupara, que no cambiaría casi nada. Entonces me centré mucho en mi trabajo en la Biblioteca. Pedí trabajar más de lo que lo había hecho antes, e incluso me llevaba tareas a casa, como hacer fichas y sipnosis, esas cosas. Así podía seguir leyendo. Un par de años después vino un día a la Biblioteca León Ponce, pero no teníamos lo que él buscaba, lo recuerdo bien, un libro de Sebastian Faure, publicado apenas hacía un par de años, en 1920; pero no lo teníamos, no eran habituales ese tipo de libros en la Biblioteca. Yo ya sabía que se iba a reír, pero como no teníamos lo que buscaba, le ofrecí a León otro libro de un francés, traducido ya al castellano, muy nuevo también, le dije, mire éste es, Por el camino de Swan. El traductor, le dije, es un poeta español, Pedro Salinas. ¿Un poeta?, se rió, efectivamente. Déjame ver eso, anda: ¡pura perifrastia burguesa reaccionaria! ¿Tú lo has leído?, me dijo. Da igual, me gustas lo mismo. Vendré a buscarte luego, si me dejas invitarte a un café. Amé mucho a León Ponce, pero jamás le perdoné ni le perdonaré en toda la eternidad que nunca me dejara contarle cómo era París.

– ¡Hombres!

– Quizás.

Quiero ser un bote de Colón

09:35 h

 

quieroserunbotedecolónysaliranunciadoporlatelevisiónquieroserunbotedecolónysaliranunciadoporlatelevisiónquieroserunbotedecolónysaliranunciadoporlatelevisiónquieroserunbotedecolónysaliranunciadoporlatelevisiónquieroserunbotedecolónysaliranunciadoporlatelevisiónquieroserunbotedecolónysaliranunciadoporlatelevisiónquieroserunbotedecolónysaliranunciadoporlatelevisiónquieroserunbotedecolónysaliranunciadoporlatelevisión

ah

ah

ah

ah

ahahahahahahahahah

 

(A comienzos de los años ochenta esta canción quería decir exactamente lo que dice.  La cantaban Alaska y los Pegamoides, que venían de ser Kaka de Luxe y luego fueron Alaska y Dinarama. Hay colgado en Youtube un video magníficamente generacional del programa “La Edad de Oro”  de la grande Paloma Chamorro).

 

Me emborraché la noche de la muerte del abuelo Basilio (que luego ha sido no-abuelo), y canté esta canción hasta vomitar. Mi madre no la soportaba. Seguramente a mí tampoco me soportaba. Yo solía cantarla a gritos, histéricamente, y chillaba aún más, a propósito, si ella estaba en casa. Es una canción emblemática, un faraónico corte de mangas, una canción que subvertía nuestra impotencia, la convertía en energía poderosa. Cuando volvimos a casa de madrugada, la noche que murió el abuelo Basilio -ahora, muchos años después, ya menos no-abuelo para mí, aunque nunca ya mi abuelo, – (sé, querido lector, que esto del abuelo Basilio no se comprende fácil, sobre todo si es usted un lector acostumbrado a leer según las reglas de la perspectiva de la imprenta y ha comenzado por el principio; es lógico que se pregunte ahora de qué le estoy hablando y le pido disculpas y le ruego pues un poco de esfuerzo extra y paciencia)- me puse a cantar la canción y Albertina la cantaba conmigo con fuerza insomne en la madrugada.  Las dos, ella y yo, cogidas del brazo insistiendo: quiero ser un bote de cooooolón, y mi madre indignada montó un escándalo casi de las mismas proporciones al que habían organizado unas horas antes Milans del Bosch y Tejero, con sus tanques y sus guardias civiles. ¡Qué sola estaba siempre mi madre entonces!. Siempre. ¡Qué sola! Luego me puse a llorar: fuertemente y mucho rato; no podía parar. Albertina me dijo que ni aun para encarar la muerte traía buena cosa emborracharse. Ella no lloraba. No la había yo visto llorar aún. Nunca aún. Hasta hace poco no entendí que la diferencia entre mi madre y Albertina estaba en la forma tan distinta en que cada una de ellas había sido joven. La diferencia entre ellas estaba en que lo que fue silencio puro en Albertina (rabia acallada) era en mi madre, una generación después, miedo, acomodada obediencia (que se transformaba en intolerancia activa —–(en otro momento hablaremos de esta actitud, de la autocastración y sus manifestaciones, o sea cosas que se hacían a causa de la castración colectiva, en los años de la dictadura de Franco).

¿Cómo soportar semejante transición y sus causas?:

Quuuiiieerooo ser un bote de cooooolón

 

 

 

 

 

 

o vivir en centrifugación. Perdón. Es una boutade. No he podido evitarlo.

Un jersey de ochos

10:55 h.

 

Si sigo leyendo en Internet información sobre la viruela y viendo fotos de personas infectadas llenas de abultamientos lunares a punto de la purulencia, acabaré vomitando el café con leche que me acabo de tomar. Me ha preguntado la camarera si no iba a querer nada de comer para acompañar. He estado tentada. La repostería inglesa me parece siempre visualmente muy atractiva. Menos mal que enseguida he sido consciente de que cuando la pruebo nunca es, sin embargo, de mi gusto, y me resulta o demasiado dulce o demasiado sosa. También le he dicho a la camarera que prefería esperar a almorzar ya luego, un poco más tarde, en St. James Tavern. No se ha molestado por esta observación; o si lo ha hecho, no se le ha notado nada. Me ha sonreído, incluso. Yo creo que le da igual. No puedo evitar echar frecuentes ojeadas hacia fuera, a Picadilly Street, un planeta alucinante para mi provinciana mirada europea acostumbrada a una pequeña ciudad del sur. Yo también he sonreído a mi vez a la camarera, al tiempo que inclinaba la pantalla para ocultarle las terribles fotografías de infectados de viruela. Hay que evitar alarmar gratuitamente a los demás, hay que colaborar en mantener la intensa calma de esta mañana de domingo en Londres. La camarera me pregunta si he venido a los Juegos Olímpicos. Le contesto que muy posiblemente permanezca en la ciudad mientras se celebren los Juegos, pero que no sé si asistiré en directo a ninguna competición. Casi no quedan entradas, al menos para las pruebas más importantes, apostilla. Ya, he decidido el viaje un poco improvisadamente, cierro la conversación con un gesto amable, pero conclusivo, que viene a decir bueno se acabó, tú a lo tuyo, yo a lo mío.

¿Cómo he llegado a la viruela? Quería explicar, amigo lector, que cuando recibí la llamada de Patrick la primera imagen que me vino a la cabeza fue la de un jersey de ochos, blanco, que yo tenía y que llevé mucho en los años universitarios. Un jersey gordo y enorme, que prácticamente hacía las veces de  abrigo en los días de invierno, si no eran demasiado fríos. Durante un par de cursos estuvieron de moda los jersey de ochos, recios y largos como vestidos, anchos. Los llevábamos con bufanda de varias vueltas y guantes de colores. Puse ese jersey en mi maleta cuando vinimos con Patrick a Inglaterra, al principio de nuestra relación, y lo utilicé bastante mientras estuvimos en Portmeirion. Me resultaba cómodo y acogedor. Ese jersey me protegía del frío como un iglú. Me protegía del frío y de otras amenazas ante las que todavía no había aprendido a defenderme, excepto escondiéndome dentro de iglús como mi jersey blanco de ochos, una verdadera envoltura física que evitaba exponer al mundo todos mis contornos. Protección e identidad, claro. Claro. Vestíamos siempre esos jersey durante las manifestaciones; nos permitían movernos delante de la policía mejor que los abrigos. También eran más prácticos para ir de vinos, para entrar y salir en la rueda de los bares de la zona de San Juan de la Cruz. En ocasiones podíamos hacer ambas cosas a la vez, manifestarnos e ir de vinos, y no había en ello frivolidad. Si usted es un lector joven no sabrá quizás que las manifestaciones, que ahora en 2012, recorridos ya algunos dolorosos años de crisis económica brutal y feudalizante, son tan habituales, ya lo eran cuando yo empecé a llevar mi jersey blanco y gordo de ochos, casi tan largo como un vestido corto. Lo tejieron a medias Albertina y mi madre –yo diría que no hicieron juntas muchas más cosas que tejer ese jersey-. Reconozco que me gustó que ambas se ofrecieran a tejerlo al alimón. Nunca he sido demasiado inclinada a las sagas familiares, ni he cultivado realmente sentimientos de pertenencia incondicional a la mía propia: dada nuestra historia, hubiera sido un propósito inverosímil. Pero reconozco que un hilo eléctrico invisible recorre las generaciones una tras otra, y que ese hilo a veces emite un destello, siempre intenso, aunque sea brevísimo y a menudo anacrónico. Las mujeres tejiendo en el salón de nuestra casa constituyen para mi uno de esos contradictorios y paradójicos destellos. Reconozco que es una sensación absurda por mi parte. Pero la vida colecciona cosas y hechos absurdos, a menudo trágicamente absurdos. Seguramente forman parte de las indescifrables –al menos por ahora- transiciones cuánticas, esas que parecen regir el caos de nuestras vidas, nuestra naturaleza tan altamente cruel y contradictoria, como toda la naturaleza lo es. De alguna manera el equilibrio cuántico de mi jersey blanco de ochos, mi iglú, estalló en Portmeirion, tontamente. El amor de Patrick nunca fue un amor al uso. El amor de Patrick era un camino minado. La viruela. No es una metáfora, la viruela, paciente lector -o lectora– (bien, incluyo aquí la apelación al dimorfismo sexual del posible lector o lectora, y espero que todos comprendan que cada vez que me dirija a uno o una de ustedes tendré siempre en cuenta que efectivamente puede ser usted hombre o mujer, según, o incluso hombre y mujer al mismo tiempo; espero que con esta aclaración, hecha ahora como podría hacerla en otro momento o secuencia de pantalla –según el soporte elegido- , se me exima de cualquier descalificación en este sentido; pero lo cierto es que sólo utilizaré el genérico “lector”; no voy a lastrar mis pequeñas narraciones con la pesadez continuada de la diferenciación y quedaré muy  agradecida por la comprensión de las personas más suspicaces en este asunto). No, no es una metáfora la viruela. decía. Mi madre y Albertina tejieron mi jersey durante el mes octubre de 1978. Ellas querían que fuera parecido al de una amiga, que era tricolor y muy espectacular. Pero yo insistí en algo más radical, como el blanco absoluto. El día que discutíamos sobre los colores de la lana del jersey, hablaban en el telediario del mediodía sobre las deliberaciones en las Cortes Constituyentes del texto de la Constitución española, al que darían visto bueno a finales de ese mes. También hablaban de  la muerte en Inglaterra de una mujer, que había tenido lugar en septiembre,  a causa de la viruela. En Inglaterra, fíjate, decía Albertina, yo pensaba que la viruela ya sólo se daba en países pobres (siempre acaba resurgiendo la identificación enfermedad y pobreza). Mi madre nos recordó que yo era portadora de algunas leves señales de la viruela: te hizo reacción la vacuna, nos dimos un susto grande, pero al final no fue nada. Entonces mi madre todavía se acordaba de las cosas. Respondí que yo había oído que se pensaba que la viruela se iba a dar prontamente por erradicada. Y de hecho así fue. Recordando todo esto que he contado, he ido a Google a reunir algunos datos en torno a la enfermedad terrorífica, por simple curiosidad. No por hacer metáforas. He leído que Janet Parker, una fotógrafa de Birminghan, fue la última víctima mundial registrada a causa de la viruela. Se infectó por accidente, al parecer por una falta de seguridad en un laboratorio que manipulaba virus de la viruela –Variola virus, se llama el bicho-, y que estaba junto a su estudio. Las dos últimas víctimas de la viruela fueron accidentales, por problemas en los laboratorios, no por contagio entre humanos, o sea que a efectos reales no cuentan. La viruela mató durante siglos de manera cruel y bastante repulsiva a millones y millones de seres humanos, incapaces de evitar el contagio piel a piel, fluido a fluido, la propagación de un virus excesivamente complicado para ser combatido con profilaxis. De hecho, según he leído, las vacunas eran siempre inestables (experiencia propia) y fueron conseguidas empíricamente,  y no porque se hubiera llegado a descifrar la naturaleza esquiva del virus. Leo que la viruela se declaró oficialmente erradicada en 1980. Erradicada gracias a la vacunación mundial. Sólo el virus acabó con el virus. Dos únicos laboratorios conservan en el mundo muestras hoy en día del microscópico demonio. La razón de su conservación es precisamente esta del desconocimiento de su comportamiento. No sabemos cómo es el mal, que sólo podemos combatir con el mal. O, al menos, eso dicen. Tampoco sabemos cómo es la muerte, una batalla perdida. Entiendo que Patrick, a pesar de sus recursos de hombre de teatro necesite un poco de apoyo. ¿Y a quién le iba a pedir complicidad y empatía sino a mí? ¿A quién se la pediría yo sino a ti, Albertina, y también a ti, Rose Mary? El jersey de ochos también era un disfraz, o , mejor, una máscara, una forma de estar que tenía el poder de generar una forma de ser. No era un número. Era una forma de libertad.

Ya me gustaría a mí hablar de sexo en Internet

17:40 h.

 

Albertina se balancea sobre mi cabeza, recostada sobre una vieja mecedora invisible y sonora, rítmica como un reloj, como la carcoma. Albertina se repite mucho, como todos los viejos. Me da el corazón que Patrick finalmente no vendrá, Helia, ya verás, insiste, – no sin mala leche. Sé que nunca perdonó a Patrick que fuera el instrumento que me llevara hasta Mary Taylor. No le perdona a Mary Taylor que me invitara a Portmeirion –hace ya mucho de eso, Albertina, le insinúo, aunque ella no se da por aludida-, que pusiera a mi alcance la otra historia de la familia, su historia, la historia de Albertina, mi propia historia. Dice que esta chismosa de Mary Taylor aguanta muy mal el paso del tiempo. Y lo dice una vez y otra, siguiendo el ritmo de su mecedora, muy mal lo soporta, y gesticula como diciendo mírala llena de arrugas y contorsiones propias de la corrosión. No te pases, Albertina, le corto. Qué hace ahí afuera, mirando hacia todos los lados de la calle, vuelve a la carga, qué espera, ese nieto suyo no vendrá; no vendrá, Helia, Patrick, no vendrá. Tampoco va a perdonarme a mí que las haya reunido, aunque sea en este universo hipnopómpico, y encarado una frente a otra, una al lado de la otra, intercambiadas entre sí. Es que no le veo la necesidad, insiste. Pero, yo sí. Es que no debemos mezclarnos; producimos extrañas interferencias, argumenta Albertina, y cuando lo dice siento asomarse sobre mi arco superciliar derecho la sombra de la migraña, espesándose por momentos, taladro y alquitrán colmatándome el nervio óptico. Quizás, digo yo, debisteis ser una sola, y no dos y tan dispares. Si fuerais una única, quizás la historia no hubiera cojeado, digo, la nuestra, la mía. Helia, de verdad, eres una pelma. Deberías haber escrito sobre sexo. Sobre sexo en Internet. Es un buen tema. Todo el mundo habla de eso, le rebato. Justamente, eso es lo bueno, Helia. Eres una pelma, le das vueltas a cosas sin remedio, pareces tonta. De sexo, podrías escribir sobre sexo. No puedo hablar de sexo, Albertina; estoy esperando a Patrick. Patrick se muere. Yo no puedo hablar ahora de sexo. Si pienso en sexo, pienso en que Patrick se muere. Y no quiero pensarlo. Yo quiero hablar contigo y con Mary Taylor, y con quien se ponga por delante, sobre cómo sin saber hemos llegado hasta aquí, hasta este pub de Londres, vosotras colgadas del techo, como títeres hipnopómpicos (me gusta mucho escribir hipnopómpico y me gustan los títeres, siempre un poco exagerados), yo misma hipnopómpica, encadenada siempre a esta pantalla especular como a un escenario. O hablar, quiero, en cómo no hemos llegado hasta aquí o hasta ninguna otra parte. ¿Dónde estamos? Especulemos. No desbarres, Helia, mejor hablar de sexo, Helia, siempre mejor hablar de sexo. No importa lo que quieras saber. Si hablas de sexo, lo sabes, sabes lo que necesitas saber y nada más, sin interferencias. Albertina, tú sí que eres una pelma. Ya me gustaría a mí hablar de sexo. Más aún, me gustaría mucho hablar de sexo en Internet, porque a mí me gustan las interferencias, incluso en el sexo. Pero no hablaré de sexo estando tú delante, aunque seas un ente hipnopómpico. En cambio, yo sí hablé de sexo contigo, cuando había que hacerlo; porque sabía que tu madre no lo haría, no hablaría contigo de ciertas cosas. Albertina, tú hablaste conmigo porque siempre te has sentido culpable de lo que sucedió el día aquel en que vino Franco a Zaragoza. Y no deberías. Pasó más veces luego. La violencia sexual estaba en el aire. El sexo y la muerte estaban en el aire, aunque todas las consignas lo negaran. Cada vez que pasaba, yo sentía una gigantesca indignación. Cada vez que sucedía algo, Albertina, me iban arrancando pedazos de cuerpo. Cada vez que algún conocido o desconocido se me echaba encima sin mediar palabra, yo perdía pedazos de confianza en la humanidad, pedazos de ilusión y de ganas de ser amada. Nadie me decía que el sexo fuera otra cosa que sentirse arrebatada de si misma de repente. Mi madre me decía, Albertina, que una “mujer como es debido” tenía que ponerle límites a los hombres, que podías dejarle a tu novio tocar un poco, que al sexo había que descender peldaño a peldaño, para que ni tu novio ni la gente piense que eres una cualquiera (fíjate: cu-al-quie-ra), que había que ir ampliando los límites poco a poco, y nunca sobrepasar lo decente. Nunca le dije nada. Qué tendrían que ver el sexo y la decencia. Nunca le dije que los límites se destrozan y violentan sin más. Que a los once años yo no sabía dónde estaban los límites. A los once años te meten mano durante un recibimiento multitudinario a Franco y te quedas de piedra y callas. Por vergüenza o por miedo, por perplejidad. Y te callas también después, a los doce, Albertina, aunque un asqueroso tipo con sotana te hubiera una tarde sentado en sus rodillas, mira reina a las damas se juega así, y otra vez muslo arriba, hacia arriba, y ya no volví, ya no quise volver -¿te acuerdas?- a aquel colegio de curas nunca más, aquel colegio donde los sábados por la tarde los críos del barrio íbamos a jugar y a ver películas. Por dios, Helia, ¿qué me estás contando? Todo es sexo, Albertina. Hablo de sexo. Querías que hablásemos de sexo. ¿De qué sexo querías que hablásemos? Todo es sexo decías hace un momento. ¿Por qué estás enfadada conmigo, Helia? A los dieciséis te vuelves a callar, te callas por dolor, por miedo y por vergüenza, y cuando te callas a los dieciséis después de que un desconocido te ha tumbado contra el puto suelo de la calle una noche a la puerta de tu casa, te ha sujetado y golpeado, te ha destrozado la ropa, te ha destrozado, y tú, después de que todo ha pasado eres capaz de callarte, eres capaz de sentarte escondida en las escaleras de tu casa hasta tranquilizarte lo suficiente, lloras, respiras, eres capaz de entrar en silencio en tu casa, de irte en silencio al baño y asearte, y gritar desde el baño que hace mucho calor y quieres darte una ducha, y luego decir que te duele mucho la cabeza (será por el calor) y te vas a la cama, y casi ni lloras en tu habitación, y eres capaz de callar durante años, desde que tenías dieciséis, callar ante todotodotodo el mundo, callar ante ti, Albertina, ante mi madre, porque si hablas sabes que te dirán eso te pasa por volver tarde a casa, aunque ni siquiera esa vez volvieras tarde, aunque daría igual, sabes que te dirán que la culpa es tuya por salir, por querer vivir, por respirar, que ya te he dicho mil veces que no sé qué haces por ahí, que por ahí sólo van las putas o casi putas, que quépensarálagente,quédirálagente,señor, cuando ha sucedido todo esto, cuando te han hecho  todo esto, cuesta mucho volver a hablar, Albertina. Cuesta hablar de sexo, aunque aprendas a hacerlo con el tiempo, reeducación y ganas, cabeza fría sobre la miasma circundante, no respires, respira. Yo te hubiera ayudado, Helia, ¿por qué no hablaste conmigo? De sexo no se hablaba, Albertina. Yo sí lo hice contigo. Tú me hablaste de amor. Albertina, ¿sigo contándote? ¿Hubo más, Helia? Hubo más. En el autobús, en el metro, en la Universidad, tú lo sabes, estaba en la calle, en el aire, santas o putas. Si santas, admiradas y aburridas; si putas, putas. Una vez, por ejemplo, Albertina, en el metro, en Madrid, -era mi primer viaje a Madrid, un viaje universitario al Prado, santo Prado, yo puta, al parecer, como todas- de pronto una polla desnuda y abultada trepando contra mi trasero; el metro iba repleto, muy repleto; el tío asqueroso –porque lo era- se la había sacado, pegándose a mi lado. Grité, le grité, asqueroso, qué haces, no me  toques. Grité muy alto. Nadie, nadie, nadie me preguntó qué sucedía, nadie me miró, nadie se atrevió a enfrentarse a mi ira, a mi desvalimiento (cada episodio eran todos los episodios y hubo unos cuantos). El tipo se fue escabullendo hasta el otro extremo del vagón, la cabeza encogida sobre su polla a medio esconder, supongo que dispuesto a buscar a otra jovencilla tierna. Nadie se movió, Albertina. Eso te hacía perder cualquier fe en este país. Sólo le había contando estas cosas a Patrick (excepto lo de Franco, eso no se lo había contando a nadie, ni a Patrick, a nadie, como si no hubiera ocurrido), con  nadie más he hablado; con ningún otro hombre, con ningún amante. Nunca. Tampoco con ninguna amiga, ni contigo, Albertina, que siempre me has cuidado. Tampoco nunca ninguna mujer me habló de situaciones parecidas. ¿No les ocurrieron? ¿Todas callábamos? Ya me da igual. Todo aquello no me importaba realmente por mí misma, porque me sucediera a mí; cuando sucedía, yo sabía que no me ocurría por ser yo. Ocurría. Estaba en el aire. El sexo como abuso y el poder como terror. En Portmeirion, recuerdo, Patrick me dijo con suma ternura que se alegraba mucho de que tanta mala experiencia no hubiera arruinado mis ganas de sexo. Se lo debo al cine francés, le expliqué. Milagroso.

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