Antesdeayer terminé -sin contar correcciones, claro- un capítulo (o pop-pin: unidad de contenido, digamos), titulado «El sonido de la carcoma (The beatle death clock)». Me ha costado un poco, aunque los capítulos de Pop-pins están saliendo muy cortitos. En esta ocasión, en esta novela, lo que más me cuesta es, sin embargo, poner diques a la narración, contener los hilos de pensamiento que salen disparados hacia diversas direcciones; me cuesta porque tengo la sensación de que todo está totalmente interrelacionado y que la presencia escrita de cualquiera de estas aventureras incursiones estaría justificada sobradamente. Pero la escritura también es elección, como todo en la vida. Debe ser elección. Espero que acertada.

La verdad es que escribo con cuentagotas. La actividad mental que trasluce el párrafo anterior ocurre ahora ocasionalmente. Estoy muy cansada a estas alturas de «curso». Por muchas circunstancias personales y profesionales.  Además me temo que algunas de estas circunstancias no van a cambiar a corto plazo. No sé si podré resolver Pop-pins. No lo sé.

Mientras escribo, sigo buscando cosas que apoyen mi escritura. He encontrado una entrevista a Faulkner, que creo que ya había leído, y que no utilizaré. Una en la que afirma que el verdadero escritor -o buen escritor-, (no sé cómo lo expresa exactamente, no la tengo ahora en la pantalla y ya no me apetece buscarla) es el que vive absolutamente centrado en su escritura, capaz de vivir de nada, etc.  Supongo que hace años (bastantes) me hubiera parecido una opinión admirable. Ahora no. Es demasiado simple (con perdón). Aunque ya entiendo que la época desde la que Faulkner habla defendía esas posiciones, digamos, un tanto mesiánicas respecto a la labor y el caracter del escritor. De todas formas me ha hecho daño. Me ha hecho dudar aún más de mi misma. Y no porque me autoetiquete como escritora (nadie aparece ya en este mundo como de un único perfil, y además soy una amateur). En fin, paradojas.